Texto: Nazaret Castro
Ilustración: Vane Julián
Originalmente publicado en la versión en papel de El Salto Diario y en Pikara Magazine.
El asentamiento de Palos de la Frontera, en Huelva, estaba devastado. Un incendio había arrasado buena parte de las chabolas, como sucede de tanto en tanto, y muchos hombres pasaban la tarde levantando de nuevo sus frágiles viviendas, construidas a base de palés, de cajas de cartón y de plásticos. Las empresas de los frutos rojos cobran cada palé a 1,5 euros; una chabola puede suponer un gasto de entre 300 y 500 euros. La mayor parte de los hombres y mujeres que habitan el asentamiento proceden de Senegal y Marruecos y comparten su condición de migrantes indocumentados. Eso les deja en una situación de absoluta precariedad: no tienen luz, ni agua ni gas, y su extrema vulnerabilidad los hace objetivo de todo tipo de abusos, como que les cobren 500 euros por empadronarse, o varios miles de euros por un contrato laboral con el que aspirar, algún día, a formalizar su residencia. Mientras lo logran, las duras condiciones del trabajo en el campo suelen ser su única opción.
Unas 3.000 personas viven en la provincia de Huelva en asentamientos como el de Palos de la Frontera. El pasado mes de mayo, una Brigada Feminista de Observación, organizada por la asociación Jornaleras de Huelva en Lucha (JHL) y la red de investigación feminista La Laboratoria, conoció de cerca la situación de quienes trabajan en los invernaderos de la industria de la fresa y de los frutos rojos. El objetivo del viaje era acercar a un equipo de juristas y periodistas a esta realidad silenciada, de la mano de las propias jornaleras, y particularmente de dos mujeres, la marroquí Najat Bassit y la onubense Ana Pinto, que, ante el vacío que dejan los sindicatos tradicionales, tratan de dar visibilidad a los abusos y de informar a las temporeras de sus derechos.
Cuenta Ana Pinto que cuando comenzó a trabajar en los campos de Huelva, a fines de los años 90, “no se trabajaba mal”. La paga siempre fue exigua, pero el ambiente era ameno y el trabajo le gustaba. Todo empezó a cambiar a mediados de los años 2000: “Comenzaron a llegar personas de fuera, sobre todo de Europa del Este y Marruecos; la mayoría, mujeres. Las apartaban de nosotras, no nos juntaban. Y empezamos a ver que para nosotras, las autóctonas, cada vez había menos trabajo”. Se fue instalando en Huelva un discurso del odio que, anudado bajo el argumento de que “los migrantes nos quitan el trabajo”, azuzó el enfrentamiento entre temporeras autóctonas y migrantes.
En paralelo, se hicieron más frecuentes los abusos de todo tipo: “Del compañerismo hemos pasado a la competición, en gran parte por las listas de productividad, que hacen que quienes menos fruta recogen se expongan a que las castiguen; además, no te dejan hablar con las compañeras, te gritan, te insultan”, narra Pinto. Entre las temporeras migrantes, tanto las que llegan de Marruecos con contratos en origen –que las obligan a abandonar el país cuando termina la temporada de la fresa– como las que habitan asentamientos de chabolas, la situación es aún peor; y, como llevan denunciando las jornaleras desde hace años, los abusos sexuales se han convertido en la norma antes que la excepción.
En 2018, temporeras marroquíes se atrevieron a denunciar estos abusos. Fue entonces cuando Pinto y Bassit, que por aquel entonces trabajan juntas en la misma empresa fresera, comenzaron a canalizar esas denuncias. Así, se convirtieron en las caras visibles de la asociación JHL, que este año logró, vía crowdfunding, recursos económicos para seguir dando forma a su lucha: de un lado, denunciar la situación y hacer incidencia política para que las inspecciones de trabajo funcionen y pongan coto a la impunidad de los empresarios. De otro lado, asesorar sobre sus derechos a las temporeras y canalizar las denuncias, en un contexto en el que, como fue testigo la Brigada Feminista de Observación, nadie se atreve dar un paso adelante para denunciar al empresario: saben que se arriesgan no solo a perder el empleo, sino a no encontrar ningún otro en los invernaderos onubenses.
Las Jornaleras de Huelva en Lucha se han articulado, por medio del Sindical Obrera Andaluza (SOA), con otros sectores olvidados por el sindicalismo convencional, como la asociación de trabajadores africanos, trabajadores del metal y las kellys. El SOA, por cierto, se define como “sindicato de clase, unitario, feminista y asambleario”. Además, JHL teje redes con actores diversos, como movimientos agroecológicos y sectores de la academia. No es casual. La situación en los campos de Huelva, analiza Pinto, “está atravesada por muchas problemáticas: el abuso laboral y sexual, el discurso racista del odio y también el ecologismo, porque el monocultivo de frutos rojos en megainvernaderos está secando nuestros recursos hídricos, y eso ya está afectando los acuíferos de Doñana”.
Mujeres borradas
La lucha de JHL no solo reivindica una revalorización del trabajo en el campo, también subraya que, para mejorar las condiciones laborales de las trabajadoras españolas, es preciso exigir el respeto de los derechos de las personas migrantes. Son así un antídoto contra el fascismo en tiempos de auge de la ultraderecha. Y señalan a los feminismos y a las izquierdas la necesidad de cuestionar las leyes de extranjería que dejan a miles de personas en una situación de extrema vulnerabilidad que las expone a la sobreexplotación. “Las mujeres son las más explotadas y son también quienes hacen los trabajos más esenciales”, concluye Pinto, que insiste en una idea: son las trabajadoras del campo, las migrantes, las trabajadoras sexuales las mujeres que llevan mucho tiempo “borradas”.
Lo cierto es que la pandemia evidenció que los trabajos esenciales, que son en buena parte los que sostienen la vida de todas, son los más invisibilizados, los más precarios y también los más feminizados. Así lo entiende Marta Malo, una de las coordinadoras de La Laboratoria: “Estas luchas visibilizan la feminización y la racialización de la pobreza. Como dice Pastora Filigrana, existe una segmentación de lo humano, una jerarquización que nos coloca a unas personas por debajo de otras. Y si bien esto tiene raíces históricas, se reinscribe constantemente a través de mecanismos de racialización y feminización muy concretos, por ejemplo, el régimen de fronteras es un mecanismo de racialización que genera pobreza, así como la socialización femenina en tareas de cuidado es un mecanismo que empobrece a las mujeres. Estas luchas desafían esos mecanismos”.
Malo se refiere a las Jornaleras de Huelva en Lucha, pero también a procesos organizativos como los de las trabajadoras sexuales, las riders y las trabajadoras del hogar y de los cuidados; todos ellos pueden entenderse bajo la noción de feminismo sindicalista, un término que permite “poner en el centro del feminismo la pelea por las condiciones materiales de la existencia”. Esos feminismos “necesitan de herramientas que forman parte del acervo de la lucha sindical, como la huelga, el piquete, la caja de resistencia o la escuela sindical”, añade Malo; pero, al mismo tiempo, requieren de nuevas herramientas, porque desbordan el marco tradicional del sindicalismo que daba protagonismo a la figura del obrero, blanco y varón, asalariado en una fábrica. “La valorización del capital no tiene lugar únicamente en la fábrica, sino en muchos más lugares; y esto siempre fue así, pero es que además, hoy el trabajo salarial ha perdido su centralidad”, explica Malo.
“Sin nosotras no se mueve el mundo”
El colectivo Territorio Doméstico, compuesto por mujeres, muchas de ellas migrantes, trabajadoras del hogar y de los cuidados, ha acuñado el concepto biosindicalismo: “Una forma de lucha por el derecho de todas las personas a tener vidas que merezcan la pena y, sobre todo, la alegría de ser vividas”, escriben en el cuaderno Biosindicalismo desde los territorios domésticos. Nuestros reclamos y nuestra manera de hacer.
“Las luchas de Territorio Doméstico, de Jornaleras de Huelva Lucha o de las putas organizadas son un faro, una inspiración, nos dan fuerza a las demás, y también revelan de forma clara que el capitalismo es colonial y patriarcal, que ese entramado es inseparable”, razona Marta Malo. Por eso, cuando las compañeras de Territorio Doméstico dicen “sin nosotras no se mueve el mundo” están subrayando que son las mujeres racializadas y migradas las que ocupan el lugar más oprimido y vulnerable en las jerarquías que el orden dominante ha impuesto, las que sostienen no solo la vida, sino también la valorización del capital. Decía Angela Davis que “cuando la mujer negra se mueve, toda la estructura de la sociedad se mueve con ella”. Cuando las kellys, las trabajadoras de cuidados o las jornaleras se movilizan, tiemblan las bases de la estructura económica y social. De ahí que un feminismo que pretenda ser emancipador y transformador deba colocar en el centro esas luchas.
En otras palabras: para mejorar las condiciones de vida no basta con exigir mejores condiciones laborales, sino que hay que colocar en el centro los cuidados, las dinámicas de endeudamiento, la lucha por la tierra y por la vivienda digna. Es lo que han entendido tan bien las mujeres que lideran movimientos por la soberanía alimentaria a lo largo y ancho de América Latina, como la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT) en Argentina, que defiende el modelo agroecológico frente al agronegocio como un modo de mejorar las condiciones de quienes trabajan en el campo, pero desde una óptica mucho más amplia. “La agroecología debe ir unida a una recuperación del rol de las mujeres como cuidadoras de la tierra, del planeta, de la familia, al tiempo que los varones aprenden a compartir las tareas de cuidados. Debemos entender que la violencia que le hacemos a la tierra con el modelo agroindustrial es la misma que vivimos las mujeres en nuestro propio cuerpo”, explica Rosalía Pellegrini, secretaria de Género de la UTT.
También en Argentina, el movimiento Ni Una Menos, masivo y radical, ha colocado en el centro la discusión sobre el endeudamiento. Su lectura feminista de la deuda asocia la explotación laboral con los dispositivos financieros que, a través del endeudamiento, extraen valor de forma diferencial de los cuerpos feminizados, racializados y de clases populares, en un momento en el que endeudarse se vuelve obligatorio en muchos contextos, y no para acceder a bienes de consumo, sino simplemente para sobrevivir, y en el que las personas más empobrecidas pagan las tasas de interés más altas. Además, el endeudamiento contribuye muchas veces a dificultar que muchas mujeres salgan de hogares donde son violentadas.
Verónica Gago y Luci Cavallero, de Ni Una Menos, acaban de editar junto a Silvia Federici el libro ¿Quién le debe a quién?, que recopila distintas experiencias de desobediencia financiera, entre ellas, la de la Plataforma Afectadxs por la Hipoteca (PAH). “La obligación de la deuda, el mandato que hace que no nos quede otra opción que endeudarnos para vivir, demuestra que la deuda funciona como herramienta productiva. Nos pone a trabajar. Nos obliga a trabajar más. Nos lleva a tener que vender nuestro tiempo y esfuerzo a futuro”, subrayan las autoras. De poco sirve mejorar los salarios si no se combaten formas de extractivismo como las que tienen que ver con la deuda y con la inaccesibilidad de la vivienda.
La desobediencia financiera, la impugnación de la ley de extranjería y la centralidad de los trabajos de cuidados y el sostenimiento de la vida convergen, en el seno de las luchas feministas, en una misma idea: no se puede cambiar la situación de las mujeres sin cambiar el mundo. Desde ahí se trama un sindicalismo emergente que se radicaliza desde los principios del movimiento feminista y que, situado en los territorios, despliega nuevas formas de ver el mundo y de intervenir en él.