Por Veŕonica Gago

Falta apenas un mes para el 8 de marzo, ese día que conmemora una histórica -y trágica- huelga de mujeres y que desde 2017 recuperó su carácter rebelde. La huelga feminista, capaz de reclamar a la vez contra la precariedad de la vida y las violencias patriarcales, tuvo que reinventarse durante los últimos dos años y volverá a hacerlo en este tiempo en el que la pandemia parece diluirse pero el cansancio y la precariedad aumentan.

Si hay algo que se puso en juego, en tensión, en esta temporalidad pandémica -que tiene muchos tiempos en su interior, casi un calendario propio de estaciones, dosis, plazos de aislamiento y cuarentenas- es sobre la acción misma de parar. Al principio de este bienio excepcional, vivimos unos días en que el mundo pareció apretar “pausa”. ¿Quién no recuerda esas imágenes que en distintas partes del planeta mostraban calles vacías, lugares céntricos inhabitados, estaciones de trenes y aeropuertos desolados? Sólo habíamos visto eso en relatos de ficción, en distopías alucinógenas.

El freno de mano al mundo que activó entonces la pandemia jugaba con un simulacro de “huelga” a escala planetaria. Pensado desde el movimiento feminista que venía construyendo, tejiendo, el paro y la huelga en los años anteriores no dejaba de ser llamativa esta “inversión” del parate, de la detención a nivel global. Una suerte de “contra-efectuación”, de escena a la vez parecida y disímil, de la huelga. Esas detenciones ponían en aparente crisis uno de los principios básicos del capitalismo -la movilidad, el tránsito- y, aún más, de su fase neoliberal: la comunicación y la logística.

Pero ese vacío rápidamente empezó a llenarse. Junto a las imágenes de la pausa se superpusieron las de la urgencia, pobladas de emergencias de todo tipo: de vivienda, de ingresos, de cuidados, de salud, de malestares. Los canales de lo digital, de lo virtual, aumentaron su tráfico de modo inédito. Las calles semi vacías, las pantallas de teléfonos, televisores y computadoras saturadas.

El doblez de eso que parecía ralentizarse era un aceleracionismo de la precarización de los cuerpos, de la posibilidad de respirar, de las horas dedicadas a jornadas de trabajo que se extendían sin pausa para asistir y hacer compras a quienes no podían, para atender tareas escolares puertas adentro y a la vez contener un insomnio y un miedo que se desparramaba como pólvora en las casas. Lo que parecía virtualizarse también exhibía ese dobladillo de la híper materialidad del cuerpo, del cansancio, de los síntomas, de la enfermedad.

La pandemia no instaló un tiempo liso. Desde el movimiento feminista se lanzaron iniciativas-ensayos que desafiaron los primeros meses de encierro después de venir de fulgores de calle: se hicieron ruidazos, asambleas virtuales, cadenas de viandas, campañas para juntar fondos y redes de aborto, grupos de wasap para pasar remedios caseros y para avisar quién estaba en el hospital, etc. Ni hablar de lo que se ha reivindicado una y otra vez: las ollas barriales, los cuidados comunitarios, las tareas de docentes y trabajadorxs de salud, las formas de alerta y atención frente a las violencias machistas, el acompañamiento feminista para abortar. “Nos sostienen las redes feministas” fue una contraseña en el invierno 2020 que evidenció la capacidad de construir infraestructura en la emergencia, de reensamblar recursos, afectos y saberes, de insistir en acompañamientos en nuevas circunstancias, de crear apoyo, de entrenar un sentido de la urgencia que no nos anulara.

Ahí funcionó algo más: una disputa por lo urgente. Sostener la demanda colectiva y la movilización por la legalización del aborto en el primer año de pandemia fue una enorme operación por ponerle términos feministas a lo “urgente”. Reponer lo urgente frente a un tiempo que, como eternizó en su voz Elza Soares, no para. Las vigilas y la victoria verde aborto de diciembre fueron una fiesta inolvidable, después de un año durísimo. Esa disputa de temporalidad fue y sigue siendo estratégica. Ahí mismo hoy se despliegan batallas al ras del suelo de nuestras rutinas, de nuestras energías, deseos, compromisos y rituales personales y colectivos. Ahí mismo trabajan las finanzas para, a través de la deuda (externa y de los hogares), ponernos plazos, intereses, condiciones y marcarnos el horizonte de lo posible.

La pandemia no instaló un tiempo liso en ningún lado porque no dejó de estar surcada por conflictos laborales e incluso huelgas de quienes se vieron más expuestxs, más desprotegidxs y más exigidxs: repartidorxs y deliverys, trabajadorxs de la salud, docentes, trabajadoras del hogar, inquilinxs, deudorxs.

El 8 de marzo de 2021 en varios países de América Latina se realizó el paro feminista aún en condiciones críticas marcadas por tener encima ese cansancio del primer año de pandemia. Se hizo en modalidades variadas: marchas, concentraciones, caravanas, verdurazos, intervenciones callejeras y en redes, performances y conciertos. El 8M es una fecha ganada, trabajada y renovada, transfeminista y transnacional. En cada lugar las demandas se enfocaron en los temas intensificados por la pandemia: trabajo reproductivo, condiciones de precariedad y vivienda, además de volver a marcar el incremento de violencias machistas en el contexto de las medidas de aislamiento y las virulencias del sistema judicial patriarcal. En el documento colectivo impulsado desde aquí se puso énfasis en debatir contra el saqueo de las corporaciones que aprovecharon la pandemia para incrementar sus ganancias y en insistir en el debate sobre qué sería una reforma judicial feminista y qué otras justicias se imaginan y practican desde los feminismos.

¿Qué significa hoy, rumbo a un nuevo 8M, sostener esa cita intergeneracional de lucha feminista? ¿Quién puede hoy parar en un tiempo que no para? ¿Cómo reinventamos ese tiempo que ya no es el mismo y que, incluso, aun exige hacerle lugar a ritmos de duelos, de descanso, pero también de nuevas formas de detener esta avalancha de saqueos sobre nuestros cuerpos y territorios que la pandemia ha incrementado?

Para parar hay que entender lo difícil de parar de trabajar cuando cada vez necesitamos hacer más cosas para cobrar lo mismo. Lo complicado es también parar de estar conectadxs a las pantallas porque son las que saben gestionar esa cuota de ansiedad y necesidad de saber de otrxs cuando el encuentro se hace difícil y espinoso, cuando requiere de una logística microscópica de cuidados. Por eso, cuando parar parece haberse complicado infinitamente, o se presenta casi como una quimera en un continuum laboral y vital de esfuerzos y preocupaciones, nos toca reinventar esa detención que nos libere, cultivar esa pausa que nos permita a la vez hacernos tiempo y recuperar la calle juntes.

Fuente: Página/12