Artículo publicado en Desinformémonos.
Fotografía: Ela Rabasco (Ela R que R)
“Esta asamblea es un acto profundamente político: pone el foco en los conflictos terribles que atraviesan nuestras vidas.”
Así lo expresaba Justa Montero en la asamblea de cierre de las jornadas “El feminismo sindicalista que viene”, celebradas el pasado diciembre en Madrid. Allí nos habíamos convocado participantes de diferentes luchas que comparten entre sí un claro protagonismo femenino y feminista, en el primer acto presencial después de tantos meses pandémicos.
Estaban las Jornaleras de Huelva en Lucha que llevaban desde marzo intensificando su presencia en campos y redes y poniendo en el centro la relación directa entre explotación laboral, ley de extranjería y violencia sexual. Estaban las riders que, en abril, convocaron la primera huelga internacional de repartidores, coordinada entre España y América Latina. Había mujeres del Sindicato de Inquilin@s, que también en abril lanzaron la primera tentativa de huelga de alquileres de los últimos 40 años.
Estaban las mujeres de Territorio Doméstico y del Colectivo de Prostitutas de Sevilla, que organizaron cajas de resistencia y grupos de apoyo en los momentos de confinamiento estricto donde miles de mujeres se quedaron sin acceso a ingresos. Había personas del sindicato de Trabajadoras del Hogar y de los Cuidados y del Sindicato de Trabajadoras Sexuales OTRAS, dando cuenta de que, en estos tiempos de dificultad, continúan los esfuerzos de organización sindical de estos trabajos no reconocidos como trabajos y, por lo tanto, expulsados de los marcos de protección, garantía y negociación reconocidos en nuestra sociedad patriarcal.
Estaban las limpiadoras del Hospital Gregorio Marañón que, en junio de 2020, lanzaron una huelga contra la externalización del servicio público de limpieza y la ganaron. Estaban las camareras de piso o kellys que en agosto llevaron a juicio a Eulen por el despido de 25 compañeras y lograron que el despido se declarara nulo. Estaban las trabajadoras de residencias de mayores que se echaron a las calles este mismo otoño: convocaban en conjunto con familias y usuarios, reivindicando la continuidad entre los derechos de quienes cuidan y los derechos de quienes reciben cuidados. También estaban las mujeres de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, que siguieron durante todo el confinamiento poniendo el cuerpo para parar desahucios por impago de alquiler o de deuda.
El protagonismo femenino en todas estas luchas es evidente, pero también lo es la lente feminista y antirracista con la que se mira y se nombra la realidad. La imagen que se fue dibujando en el relato coral contrarrestaba el manido “durante la pandemia el feminismo ha estado dormido y roto” que se ha instalado como narración hegemónica en el Estado español. No, el feminismo de la calle, el que se brega lucha a lucha, no ha estado dormido en absoluto. Ha estado poniendo el cuerpo en defensa de las vidas y la dignidad de las, los y les de abajo, amenazadas por los efectos y por la gestión de esta pandemia.
La asamblea de cierre puso sobre la mesa un puñado de conclusiones que bien podían conformar un programa de mínimos compartidos. Quedó claro que en Europa no habrá política feminista ni política de igualdad si no se termina con la ley de extranjería, si no se derogan las reformas laborales, si no se expropian las viviendas vacías en manos de los bancos, si no se sostienen y democratizan los servicios públicos. Quedó claro que, con el punitivismo, que persigue a las mujeres y personas trans* empobrecidas, no hay política feminista posible y que aumentar la presencia policial no hace la vida mejor, sino más insegura.
Quedó claro, además, que está emergiendo un feminismo sindicalista que interpela tanto al sindicalismo como a los feminismos.
Interpela al sindicalismo, porque pone sobre la mesa que la división entre trabajo productivo y reproductivo es tan artificial como política, que responde a un régimen de dominación que coloca en posición de dependencia y subalternidad a quienes se dedican a las actividades de vínculo y de cuidado de la vida: por eso no podemos darla por buena, calcarla en nuestras organizaciones de lucha, considerar que la lucha por el salario y la jornada de trabajo remunerado es la única y prioritaria; por eso debemos reconocer que la pelea por las condiciones de existencia no se libra solo en el puesto de trabajo, sino también en la batalla por los servicios públicos, por la vivienda, por la tierra, por todo aquello que nos protege de la violencia sexual y física, que impide nuestro endeudamiento o nuestra migración forzosa, que garantiza la autodeterminación de nuestras vidas, de nuestros cuerpos, de nuestras energías reproductivas y creadoras. No hay parcelizaciones que valgan porque la vida es un continuo y también lo es la organización que necesitamos.
Interpela a los feminismos porque exige prestar atención a cómo y de qué vivimos, a los modos concretos de explotar, extraer y arrebatar nuestras energías y nuestros recursos. Nos insta a no apartarnos ni una miajita de las necesidades de la materialidad de la vida; a construir capacidad de autoprotección y fuerza de negociación; a hermanarnos con las que están, con las que fueron y con las que vendrán; a sostener las luchas que las mujeres y las cis-hetero-disidencias están librando ya sobre el terreno. Como bien dijeron las compañeras de Territorio Doméstico, «nosotras para organizarnos políticamente, nos hemos tenido que sostener”: ese sostén, que nos trenza y nos da fuerza, que alienta nuestra rebeldía en las calles, las camas y las ollas, es nuestro feminismo. La crisis nos lo ha revelado con más fuerza que nunca.
Queremos el pan, pero también las rosas. Queremos vidas que merezcan, no la pena, sino la alegría de ser vividas y compartidas. Y no para algunas: para todas, para todes.