La Laboratoria. Nodo Madrid
Artículo escrito para nuestra columna en Desinformémonos.
La huerta de Europa
Tomate italiano, manzana y fruta de hueso catalana y aragonesa, espárrago alemán, fresa de Huelva. Los camiones cargados de frutas y hortalizas cruzan Europa de Sur a Norte, para abastecer las grandes superficies de todo el continente. En un extremo, la gran cadena de supermercados, capaz de llevar los más variados productos, tan surtidos como idénticos, al pueblo más recóndito, hasta en domingo; en el otro extremo, un modelo de explotación agraria que se abrió paso con la consolidación del mercado común europeo, cambiando para siempre la geografía rural y los paisajes mediterráneos y centroeuropeos. Cuatro rasgos se repiten una y otra vez, ya hablemos de Grecia, Italia, España o el Sur de Alemania: monocultivos intensivos, cadenas de suministro verticalizadas, progresiva extinción del cultivo familiar a favor de las grandes explotaciones e incremento exponencial de las tasas de mano de obra extranjera, coaccionada por leyes de extranjería cada vez más restrictivas.
En los campos de Huelva, la variedad de cultivos tradicionales en gran hacienda fue dando paso paulativamente al cultivo intensivo en invernadero de fresa, frambuesa y arándano. Los mares de plástico bajo los que crece este “oro rojo” se extienden a día de hoy a lo largo de doce mil hectáreas, al norte del Parque de Doñana, bebiendo de las mismas aguas subterráneas que nutren las lagunas y el resto de ecosistemas de esta reserva natural. Mientras los regadíos, una buena parte de ellos ilegales, dejan el acuífero de Doñana al borde del colapso, varios centenares de temporeros malviven en los 44 núcleos chabolistas de la comarca, a la espera de ganarse algún jornal trabajando en la cosecha.
Las imágenes que de tanto en tanto salpican periódicos y telediarios hablando de incendios y abusos en las tierras onubenses no son casos aislados de un puñado de empresarios amorales, sino fogonazos que iluminan todo un sistema depredador. Lo que sucede en Huelva es mucho más que un drama humano y ecológico en un rincón periférico de Europa: es el impacto de un modelo de explotación agraria que, a la par que genera exportaciones por valor de más de mil millones de euros, succiona y empobrece la salvia misma que le da vida ‒la tierra, el agua y las energías de las jornaleras y jornaleros. Bienvenides a la huerta de Europa.
Sistema de esclusas
Los sistemas de esclusas permiten pasar entre diferentes compartimentos estancos con niveles diferenciales de presión. Así es el sistema de trabajo en los campos de Huelva, solo que no cualquiera pasa de un compartimento a otro ni el coste de estos tránsitos es igual para todas. Las esclusas están ahí, de hecho, para determinar quién pasa, con qué derechos y a cambio de qué.
El grueso de las 100.000 personas contratadas cada año para las campañas del fruto rojo son mujeres con nacionalidad española o extranjeras con residencia regular. Al trabajo expuesto a las inclemencias del tiempo y al calor bajo los plásticos, en cuclillas en el caso de la fresa, se suman salarios por debajo del mínimo interprofesional, todo tipo de irregularidades en el recuento de las peonadas, diferentes formas de “castigo laboral” y un subsidio agrario irrisorio para los tiempos entre campaña y campaña. El trabajo a destajo, que sigue siendo una práctica extendida, se convierte en un chantaje que obliga a elegir entre salario o descanso. A ello se suman las listas de productividad: mediante un chip que paga la propia trabajadora, se miden los kilos de fruta que recoge cada día. No es infrecuente que estos datos de productividad se hagan públicos para incentivar la competencia, ni tampoco coaccionar o sancionar de maneras más explícitas o encubiertas a las trabajadoras que menos kilos cogen.
El siguiente “compartimento” laboral lo ocupan las 20.000 jornaleras inmigrantes estacionales que vienen a través del procedimiento de contratación en origen. Desde 2008, esta contratación se realiza principalmente en Marruecos e introduce criterios de selección particulares: deben ser mujeres casadas y con hijos, de zonas rurales. Se ha hablado mucho del carácter discriminatorio de este procedimiento, pero no tanto del grado de indefensión impuesta a estas mujeres, que firman su contrato en un idioma que no conocen, viven en las mismas fincas en las que trabajan, a kilómetros de la primera zona habitada y no tienen acceso a ningún tipo de asistencia legal, sanitaria ni social. Durante el tiempo en el que permanecen en España, su vida está a expensas de los encargados y del patrón fresero. Pagan más que nadie: por el visado y por el billete para venir a España, por un seguro médico que nadie sabe qué servicios presta, por el equipo de trabajo, por la vivienda en la que se alojan durante su estancia, por los suministros y un largo etcétera. Lo que reciben es poco: salarios escasos, ninguna prestación y pocas garantías.
Algunas de las trabajadoras llegadas con los contingentes de contratación en origen deciden quedarse: porque su situación en Marruecos es demasiado crítica o porque tienen el suficiente coraje para soñar una vida mejor, no tanto para sí mismas, como para los suyos. Pasan a engrosar el grupo de sin papeles, en su mayoría africanos, que malviven junto a los cultivos. Construyen chabolas con palés, cartones y plásticos que les venden las mismas empresas freseras para las que trabajan en los picos de la cosecha. Son, en el sentido más literal, la mano de obra de reserva, que los camiones van a buscar cuando hacen falta refuerzos de última hora para las labores agrícolas. Muchas de estas personas sin papeles, en particular los hombres, siguen la ruta del temporero, que, terminada la cosecha de la fresa, les lleva dirección norte: primero al sur de Huesca y Lleida, para trabajar en la recolección del melocotón, el albaricoque o la nectarina, más tarde, a los campos de manzanos y perales, en comarcas como el Urgell o la Noguera, y, ya en los inicios del otoño, hacia las vendimias de Castilla-La Mancha y la cosecha de la oliva en Jaén. Las que se quedan en Huelva, sobre todo las mujeres, sobreviven entre campaña y campaña combinando trabajos de limpieza, cuidados en el hogar y prostitución de supervivencia. También les toca pagar mucho y cuando no pueden pagar con dinero, lo hacen en especies: limpiar el coche del jefe a cambio de una fanta, visitarle por la noche a cambio de un empadronamiento con el que poder solicitar el permiso de residencia.
Sobre la distancia social que construye este sistema de esclusas, se rompen las solidaridades que en otro tiempo fundaron las luchas en el campo. Las compañeras aparecen como “otras”, diferentes, ajenas, una amenaza para el propio bienestar: la rivalidad del penúltimo contra el último. En este páramo de la trama social lo que parece crecer bien es la ultraderecha. No por casualidad, en las elecciones de 2019, Vox fue primera fuerza en algunos de los principales municipios freseros: Lepe, Lucena del Puerto y Cartaya; también ganó en Isla Cristina.
Cultivar la proximidad
En las superficies comerciales de la ciudad de Madrid abundan las fresas envasadas durante toda la primavera. Los 600 kilómetros que separan la capital de los campos de Lepe, Cartaya o Palos de la Frontera los recorre un camión en una mañana larga. Pero la distancia real es mucho mayor. Es sensible y subjetiva además de física. Está hecha de racismo y de clasismo, de ese tipo de indiferencia que hace que los abusos sexuales sufridos por un grupo de jornaleras marroquíes no interpelen igual a las madrileñas que los que sufre una joven estudiante de ciudad. Desmontar este tipo de distancias, para hacer un feminismo de todas y todes, requiere de acciones concretas y de una artesanía del vínculo y de la solidaridad, conocedora de las fronteras y dispuesta a agujerearlas.
Un grupo de juristas, periodistas y realizadoras feministas formamos en mayo de 2021 una brigada feminista de observación a los campos de Huelva en un esfuerzo por cultivar la proximidad. Bajo el lema ¡Abramos las cancelas! recorrimos durante tres intensos días las zonas de cultivo del fruto rojo. Nuestras guías fueron las Abogadas Sociedad Cooperativa y las integrantes de la Asociación de Jornaleras de Huelva en Lucha, un grupo de jornaleras muy heterogéneo, en generación y en orígenes, que lleva desde 2018 recorriendo los tajos, denunciando abusos y tejiendo trama organizativa.
De su mano, con la confianza que han compuesto a partir de su trabajo en el terreno, pudimos hablar con muchas jornaleras. Con todas ellas nos tuvimos que encontrar de manera clandestina, en chabolas, aparcamientos, pinares alejados: era la condición que ellas ponían para sentarse a conversar, porque el miedo regula sus días y sus noches. Miedo a que al día siguiente no te lleven al tajo, miedo a que el próximo año no vuelvan a traerte en el contingente, miedo a incendios provocados y a la violencia directa. En todos los relatos, el abuso, el aislamiento, el chantaje y la amenaza eran la norma. También la presión para maximizar la productividad y los mil mecanismos para hacer rivalizar a unas jornaleras con otras.
En estas condiciones, a golpe de pateo y de teléfono, Jornaleras de Huelva en Lucha está reinventando la acción sindical con sensibilidad, compromiso y sentido del humor. Una poderosa intuición antirracista atraviesa todo lo que hacen. Saben que el sistema de esclusas (y por ende la ley de extranjería sobre la que se sostiene) es lo que permite a la patronal mantenerlas a todas, autóctonas y extranjeras, establecidas y estacionales, chantajeadas. Y que el tejido de solidaridades, de la finca a la chabola y de la chabola al pueblo fresero, es el mejor antídoto frente al auge de la ultraderecha.
Todas las brigadistas volvemos con muchos compromisos asumidos, pero sobre todo con la certeza de que cultivando este tipo de proximidades nutrimos la tierra del feminismo en el que creemos.
La Laboratoria. Nodo Madrid. Junio de 2021