Autoría: Luci Cavallero y Verónica Gago.
Artículo publicado en la Revista Anfibia.
Mujeres, lesbianas, travestis y trans son mayoría entre quienes se endeudan para acceder a alimentos y medicamentos. Y son quienes llevan sobre sus espaldas las tareas no remuneradas en el hogar. Cuidar los precios, hacer ajustes cotidianos para estirar los ingresos, inventarse más trabajo son estrategias diarias ante la crisis. La agenda feminista propone desendeudamiento, reconocimiento político y servicios públicos porque, dicen Luci Cavallero y Verónica Gago, es hora de la reapropiación, de una interrupción legal de la deuda.
El movimiento feminista en los últimos años no sólo se caracterizó por la masividad en términos de cantidad de gente movilizada en las calles, sino que también se impuso por su capacidad de abrir el debate y poner a circular conceptos y diagnósticos sobre múltiples temas. Del aborto a la deuda marca ese amplio, heterogéneo y complejo arco. Pero hay un escalón más: puso estas problemáticas en conexión, inaugurando cruces, intersecciones y vínculos subterráneos que pasaron a ser parte de un nuevo vocabulario común y de una inédita forma de comprensión colectiva. Por eso no se trata sólo de una agenda, aunque también lo es. Implica la politización de cuestiones que fueron por mucho tiempo minoritarias o marginales o, directamente, secuestradas por grupos de expertxs. Implica también la conexión de zonas de la explotación de la vida aparentemente desconectadas o tratadas como variables independientes en los informes de la economía mainstream.
Empecemos por el diagnóstico general. El movimiento feminista ha evidenciado y puesto en la agenda pública que la precariedad a la que nos arrojan las políticas neoliberales constituye una economía específica de las violencias que tiene en los femicidios y travesticidios su escena cúlmine. Lo podríamos sintetizar así: hemos construido una comprensión múltiple de las violencias que complejiza también los desafíos de cómo desarmarla. Para poder llegar a decir que los femicidios son crímenes políticos -como ha popularizado Rita Segato, donando una retórica singular- es porque también se ha dibujado previamente la conexión entre la violencia sexual y la violencia laboral, entre la violencia racista y la violencia institucional, entre la violencia del sistema judicial y la violencia económica y financiera. Lo que estalla como “violencia doméstica” es hoy incomprensible sin este mapa de conjunto, sin este diagrama de enlaces. Cuando hablamos de violencias contra mujeres, lesbianas, travestis y trans tocamos el corazón del sistema de violencias del capitalismo, el que lo hace posible en su fase de crueldad actual.
Es este método de conexión el que es propiamente feminista, el que hace de la interseccionalidad también una política concreta: sacar del closet a la deuda, como dijimos, es entender cómo la deuda organiza obediencia; disputar la decisión sobre nuestros cuerpos y territorios es un reclamo por el derecho al aborto y contra el extractivismo; cuestionar la norma heterosexual en la asignación de viviendas es también combatir la especulación inmobiliaria en la urbanización de las villas.
¿Cómo se traduce esta transversalidad de diagnóstico del movimiento a la hora de pensar en políticas públicas implementadas desde una institucionalidad feminista de flamantes ministerios de las mujeres y las diversidades a la vez que empujadas desde las calles?
Hoy vemos tres puntos urgentes en la agenda en los que la perspectiva feminista puede aportar una mirada privilegiada poniendo en movimiento ese método transversal de análisis: deudas, alimentos y cuidados.
No dar de comer a la deuda
Hay dos pactos de caballeros que el macrismo se encargó de dejar armados y que condicionan la capacidad de hacer política transversal, es decir, de atacar a las violencias en su multicausalidad. Esos dos pactos recaen sobre áreas de lo más sensibles y políticamente delicadas porque explotan directamente la capacidad de reproducción social: el endeudamiento y los precios de los alimentos, ambos al galope inflacionario de los últimos años.
En declaraciones radiales del Ministro de Desarrollo Social, Daniel Arroyo, explicando por qué el plan Argentina contra el hambre se instrumenta por medio de un sistema de tarjetas alimentarias y no en efectivo, respondió con cruda empiria: cualquier efectivo que ingresara a las familias en la medida en que éstas están completamente endeudadas se usaría para pagar deuda (formal o informal). La conclusión salta a la vista. El modo de garantizar acceso a alimentos está hoy determinado, entre otras cosas, por la deuda de los hogares que literalmente ha parasitado todo tipo de ingreso: de las jubilaciones a los subsidios, donde las beneficiarias de la asignación universal por hijx cumplen un rol protagónico, de los salarios a los ingresos por changas. Este vínculo entre deuda y alimentos es clave porque lleva al extremo los efectos destructivos de la precariedad: endeudarse para comer, primero; y, en la otra punta de la cadena, ahorcarse por deudas para llegar a producir alimentos desde las economías populares; finalmente, el embudo monopólico de los supermercados. Vemos así cómo el diagnóstico sobre lo que significa la colonización financiera sobre nuestros territorios es mucho más amplio que la herencia de la deuda externa, aunque está directamente relacionada con ella. La deuda externa se derrama, como sistema capilar de endeudamiento, en la deuda doméstica y se refuerza por la baja del poder de compra de los ingresos y la restricción de servicios públicos. El combo es explosivo. O mejor dicho: sólo alimenta más deuda.
Las luchas de lxs productorxs de la tierra han transformado e impactado sobre el diseño actual de política pública para combatir el hambre. “Es una novedad positiva que se acople la lucha contra el hambre con favorecer la agricultura familiar y campesina y con la búsqueda de alimentos de calidad. Para nosotras eso se logró a través de los verdurazos”, dice Rosalía Pellegrini de la Unión de Trabajadorxs de la Tierra (UTT) refiriéndose al Plan Argentina contra el Hambre.
Aquí el desafío queda dibujado. Si, por un lado, las tarjetas alimentarias son un intento de institucionalizar los feriazos y de caracterizar el problema del hambre desde el diagnóstico de los movimientos sociales, por otro el endeudamiento y el sistema de bancarización heredados producen situaciones de equivalencia irreales entre Carrefour y las ferias populares.
“Si a nuestra producción tenemos que agregar pagar el 10,5% de IVA más los gastos del posnet se nos hace difícil”, agrega una feriante de las cercanías de La Plata. Pero este dilema revela otro. Las condiciones de producción y de superexplotación que hoy están en la base de la agricultura familiar revelan dos problemas estructurales: los límites que impone no tener acceso a la tierra (y por tanto el pago de arrendamientos caros); y luego el trabajo no reconocido de las campesinas. Un cuádruple nudo angosta posibilidades, complejiza el cuadro: la cuestión tributaria, la propiedad de la tierra, la financierización de los alimentos y la cantidad de trabajo feminizado no reconocido e históricamente desvalorizado que funciona, de hecho, como variable de abaratamiento. Agrega Rosalía: “Nuestra comida está subsidiada por la autoexplotación de nosotras, que estamos endeudadas para poder competir en un modelo de producción dependiente”.
La necesidad del desendeudamiento de las economías populares es un diagnóstico tomado desde el Ministerio de Desarrollo Social de la Nación, que ha sido abordado ofreciendo en el plan Argentina contra el Hambre una línea de préstamos a tasas bajas destinados a la compra de maquinaria y herramientas para proyectos de agricultura familiar.
Pero hay otra arista en las declaraciones públicas que anunciaron la implementación de la tarjeta alimentaria: la insistente interpelación a la responsabilidad materna en la alimentación de lxs hijxs, aún cuando la tarjeta está destinada a madres o padres. La perspectiva feminista aporta y exige que no se naturalice, en un contexto de crisis extrema, el mandato de género en las políticas sociales. La responsabilización de las madres híper-endeudadas tiene el riesgo de reinstalar formas de merecimiento patriarcal en la ayuda social.
Si los recortes de servicios públicos y la dolarización de las tarifas y de los alimentos durante el gobierno de Mauricio Macri han trasladado a la responsabilidad familiar los “costos” de la reproducción social, ahora es necesario reponer servicio público para desfamiliarizar la obligación de alimentos y cuidados. Sobre todo porque el movimiento feminista ha puesto en debate lo que es la familia cuando se la reduce a su norma heteropatriarcal y porque ha valorizado las redes comunitarias en su capacidad de producir vínculo social y mediación institucional. “La tarjeta alimentaria es un medida importante ante las necesidades extremas en las que están nuestras compañeras pero no reemplaza la ración de comida que se entrega en cada comedor, ahí donde se hacen las ollas populares y es sobre ese trabajo comunitario que pedimos reconocimiento”, dice Jackie Flores del Movimiento de Trabajadores Excluidos y referente de la UTEP.
Trabajos cuidados
Durante estos años se ha difundido el reconocimiento del trabajo reproductivo (que incluye a los cuidados pero no se limita a ellos) y se han mapeado una cantidad enorme de tareas productoras de valor que estaban políticamente subordinadas y ocultas en los sótanos de la cotidianidad. El movimiento feminista las ha reivindicado como dinámicas con productividad política, desacatado su condena a ser menospreciadas, gratuitas, mal pagas y obligatorias.
“El principal desafío que tenemos en materia de política pública de cuidados es darle valor político a las diferentes tareas y labores que realizan las mujeres. Nuestro diagnóstico es que no partimos de cero, sino que la moratoria previsional para amas de casa implementada en 2004 y la asignación universal por hijx son dos políticas que reconocieron trabajo no remunerado en el hogar y en el cuidado de lxs hijxs y que fueron diseñadas con el objetivo de redistribuir riqueza pero en aquel entonces no fueron pensadas desde una perspectiva de género. Ahí es donde queremos aportar”, explica Lucía Portos, viceministra del Ministerio de las Mujeres, Políticas de Género y Diversidad Sexual de la Provincia de Buenos Aires.
Desacoplar los cuidados de los mandatos de género que naturalizan esta tarea y la asocian biológicamente a las mujeres en términos de obligación moral es la batalla de fondo. No se trata de una batalla cultural, sino estrictamente política. ¿Quién no recuerda a compañeras sindicalistas decir en asamblea que una vez que conseguían licencias parentales para los padres no se las querían tomar evidenciando que los reconocimientos y los derechos requieren un tipo de orden político para su efectuación?
Aquí hay un debate histórico sobre la salarización de los cuidados: su pertinencia, sus formas de medición, su capacidad de quebrar la división sexual del trabajo. Y vemos un gran desafío: el salario que remunere las tareas de cuidado no debe quedar en los escalones más bajos de la escala salarial. Eso ratificaría una jerarquía de tareas que difícilmente funcione como antídoto a la precarización.
Sabemos que hablar de cuidados es también una manera de entender la forma de funcionamiento actual de la precarización en general. La dimensión gratuita, no reconocida, subordinada, intermitente y a la vez permanente del trabajo reproductivo sirve hoy para leer los componentes que hacen de la precarización un proceso acelerado. Permite entender las formas de explotación intensiva de las infraestructuras afectivas y, a la vez, el alargamiento extensivo de la jornada laboral en el espacio doméstico; comprende las formas de trabajo migrante y las nuevas jerarquías en los trabajos free lance; y, a la vez, alumbra la superposición de tareas y la disponibilidad como recurso subjetivo primordial que son cotidianos en la crianza y también requisito contemporáneo de los empleos de servicio.
Carolina Brandariz, a cargo de la Dirección de Cuidados Integrales del Ministerio de Desarrollo Social puntualiza: “Las trabajadoras de la economía popular son las trabajadoras más humildes, con menos garantía de derechos laborales y son las que menos opciones tienen a la hora de elegir si quieren cuidar o no o porque tienen menos posibilidades de resolver los cuidados de manera privada. Desde esta dirección se van a generar espacios de cuidado en las unidades productivas de la economía popular y por otro lado el reconocimiento de las tareas de cuidado que se desarrollan en la economía popular”.
Cuidar los precios, hacer ajustes cotidianos para estirar los ingresos, inventarse más trabajo son escenas que vemos cada día y que tensan justamente la lógica de los cuidados en su escalada de precarización: la conductora de Uber con un hijx como acompañante ya no es una excepción, mucho menos la trabajadora textil que debe dejar solos a lxs hijxs de entre 3 y 7 años mientras cose porque no consigue vacante en guarderías públicas.
Una lectura feminista de la inflación
La explicación sobre cuál es la causa de la inflación es una batalla política. Distintas autoras han aportado elementos que nos permite hacer una lectura feminista de la inflación, ese mecanismo que acelera la toma de deuda compulsiva y obligatoria.
A las explicaciones monetaristas (la emisión) de la inflación se le suman históricamente argumentos conservadores que caracterizan la inflación como enfermedad o mal moral de una economía. O sea, no se trata sólo de explicaciones técnicas y economicistas, sino directamente vinculadas a las expectativas de cómo vivir, consumir y trabajar. Así lo argumentó el famoso sociólogo de Harvard Daniel Bell, quien ubicó al quiebre del orden doméstico como la principal causa de la inflación en los Estados Unidos en la década de los 70. También Paul Volcker, el jefe de la Reserva Federal estadounidense entre 1979 y 1987, conocido por su propuesta de disciplinamiento de la clase trabajadora como método contra la inflación, instaló el tema como una “cuestión moral”.
El análisis que hace de estas explicaciones la investigadora Melinda Cooper, que estudia por qué tanto neoliberales como conservadores se ensañaron contra un programa de poco presupuesto dedicado a las madres afroamericanas solteras, es una pista fundamental: en ese subsidio se concentraba la desobediencia de las expectativas morales de sus beneficiarias. Estas madres afroamericanas solteras producían una imagen que no cuadraba en la estampa de la familia fordista. Es decir, desde la óptica conservadora, quienes recibían ese subsidio eran “premiadas” por su decisión de tener hijxs por fuera de la convivencia heteronormada y la inflación reflejaba la inflación de sus expectativas de qué hacer de sus vidas, sin ninguna contraprestación obligatoria.
Entonces, al clásico argumento neoliberal de que la inflación se debe al “exceso” de gasto público y al aumento de los salarios cuando hay poder sindical, los conservadores le agregan una torsión: la inflación marca un desplazamiento cualitativo de lo que se desea. Más recientemente ambos argumentos se han aliado de forma decisiva.
Para nuestro contexto: ¿cómo discutir la inflación desarmando una imagen conservadora del gasto social, muy afín al gobierno saliente, que moraliza a las mujeres de sectores populares en sus posibles gastos a la vez que perdona a la élite financiera local e internacional haber fugado 9 de cada 10 dólares de la deuda externa?
Si hay unos vínculos que expresan el rechazo o la fuga de hecho al contrato familiar, el devenir deudoras es -como argumenta Silvia Federici- un cambio en la forma de explotación que arrastra otra pregunta: ¿cómo se vigila y castiga por fuera del salario y por fuera del matrimonio? Las reformas punitivas de los derechos sociales (como argumentamos en relación a la moratoria jubilatoria) intentan inventar esos dispositivos reponiendo un orden de merecimientos patriarcal por fuera del salario y por fuera del matrimonio.
Una agenda feminista: desendeudamiento, reconocimiento político y servicios públicos
Los tres problemas urgentes a los que nos enfrentamos en la coyuntura están entrelazados y complejizados desde la perspectiva feminista que supo en estos últimos años a través de movilizaciones, asambleas, paros y debates públicos visibilizar el ámbito doméstico como espacio donde suceden explotación y violencias. A la vez, se conectó cada casa con la arquitectura financiera y tributaria que sostiene las desigualdades. En la consigna ¡Vivas, libres y desendeudadas nos queremos! se traman esos sentidos que expresan imágenes concretas de cómo la deuda externa se tradujo en un endeudamiento generalizado, espeialmente de las economías domésticas y populares. Las políticas de desendeudamiento son fundamentales en la agenda feminista porque, como sabemos, son mayoritariamente las mujeres las endeudadas para acceder a alimentos y medicamentos. Si hay algo de lo que mujeres, lesbianas, travestis y trans son propietarias es de deuda.
Una agenda de la economía feminista tiene que partir de caracterizar la explotación bajo cuatro modalidades que suceden simultáneamente: como trabajadoras domésticas, como trabajadoras asalariadas o beneficiarias de subsidios, como consumidoras y como deudoras.
Por eso, además de desendeudamiento es necesario políticas de reconocimiento del valor del trabajo doméstico que nos convierte directamente en “acreedoras” de una riqueza que hemos ya creado gratuitamente. Finalmente: la estructura tributaria como consumidoras es otra clave que enhebra un reclamo que va desde los alimentos a la renta financiera. Es hora de la reapropiación, de una interrupción legal de la deuda.