texto por Ana María Morales
imagen Amanda Martínez
En mayo del 2023 entrevisté a Raquel Gutiérrez para que nos dé pistas y sea brújula para comprender la situación actual en Ecuador. En este país, desde el 2021, se han reportado alrededor de 500 asesinatos en cárceles y, a la par, cada día aumenta la cantidad de homicidios, sobre todo en barrios periféricos de ciudades costeras como Esmeraldas y Guayaquil. La narrativa oficial justifica una guerra a partir de la guerra contra el narcotráfico cuando sabemos que son los territorios más empobrecidos y periféricos los que están siendo afectados y, son principalmente los adolescentes racializados quienes están siendo armados y asesinados. Sentimos que Ecuador se desmembra por una guerra que avanza, que expulsa y que a la par convive con una migración forzada por el neoliberalismo y el hambre. Para poder descifrar este violenteo escenario cubierto por la opacidad, conversamos con Raquel Gutiérrez Aguilar, quien es una intelectual feminista que mientras narra la experiencia mexicana alrededor de la “guerra contra el narcotráfico” nos provoca preguntas importantes.
Antes de que yo pueda formular una pregunta a Raquel, ella arrancó la conversa y me preguntó:
Raquel Gutiérrez (RG): ¿Cuándo situarías el inicio de todo esto? Si sitúas el momento de las masacres carcelarias no como el comienzo, ¿dónde pones el comienzo? El primer recuerdo que tú tienes, así sensible de decir “qué chingados es esto”, de pensar que no entendiste nada, ¿dónde lo ubicarías?
Ana María Morales (AM): Yo creo que podría ser en la primera masacre, se volvió muy impactante ya que no había sucedido algo de esta magnitud antes. Pero el inicio del vértigo aterriza en el paro del 2019: ahí se cruzó un umbral de violencia que tampoco se había vivido antes. Con tu pregunta, mi mente regresa al paro del 2019 porque por un lado está esa movilización masiva que no habíamos vivido en tanto tiempo y se cruza con un umbral de violencia que deja once asesinados por la represión, con una persecución que hasta ahora sigue.
RG: De acuerdo, lo que dices es muy similar a algunas cosas que pasaron aquí en México: la guerra contra el narco comienza a desplegarse en 2007 después, justamente de que durante 2006 vivimos el año más movilizado e intenso después de 1994-1995. Ahora bien, sobre aquellas potentes movilizaciones en Ecuador durante 2019, Cristina Vega nos contaba sobre la movilización de la CONAIE (Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador), así como sobre la relevancia de la articulación de luchas feministas populares con tramas barriales, que logran neutralizar en parte el uso indiscriminado de la violencia y finalmente el gobierno tiene que negociar.
Mi llamado es entender esto que provisionalmente nombraremos como una especie de “mexicanización del Ecuador” siguiendo algunos paralelismos. Es decir una especie de exacerbación de la violencia que tiene detrás de sí una intencionalidad implícita de despolitizar, de intervenir en los sucesos en marcha y de cambiar el registro con acciones que tienen efectos cruentos. Como estas muertes en las masacres carcelarias, que exceden por mucho los niveles de violencia que la sociedad en un país admite y a los que esa sociedad ha estado acostumbrada. Ecuador no es un país donde “la vida no vale nada”. Es, entiendo, un país donde hay represión, hay problemas, hay una gran exclusión pero no uno donde se mata sistemáticamente. Sin embargo, de repente, eso comienza a ocurrir. Y esto ocurre justamente después de un periodo importante de movilizaciones masivas y sobre todo de movilizaciones en las cuales comenzaron a articularse fuerzas y capacidades de lucha que por lo general, antes, se habían desplegado “por cuerda separada”, como dicen los abogados; esto es, sin enlace y disposición explícita y práctica a construir y sostener vínculos. En este caso, esa alianza tan importante entre feminismos, luchas populares urbanas y la gran acción de la CONAIE.
Por eso esto que, provisionalmente llamaremos una especie de “mexicanización”, entendida como proliferación de violencias aparentemente inconexas y no politizadas, conviene mucho leerlo como una estrategia contrainsurgente. Dawn Paley le llama “contrainsurgencia ampliada”.
Claramente, a lo largo de muchos años han cambiado las coordenadas de la “insurgencia”, han cambiado los códigos para entender el despliegue de las luchas. Y también ha variado, efectivamente, la manera como se ejerce la contrainsurgencia política. En otras épocas, cuando se estudiaba la manera en que se ejercía la contrainsurgencia en América Latina, se seguía la pista hasta la Escuela de las Américas donde se entrenaba a militares y cuerpos de élite de los ejércitos en manejo de información, en contrainteligencia, en interrogatorios, etc. para que se enfrentaran a organizaciones políticas identificables. Había entonces, en términos de represión, una combinación entre violencia selectiva, violencia masiva, captura, desaparición -pero desaparición política-, etc.; esa era la manera en que una solía entender la contrainsurgencia, a través de todo tipo de acciones militares y paramilitares violentas. Esta forma de contrainsurgencia, a decir de Dawn, se ha “ampliado” masificándose y variando para enfrentar los levantamientos y movilizaciones masivos que hemos vivido.
De ahí que conviene tratar de entender las nuevas formas de contrainsurgencia ampliada que está operando en este continente. Comenzar a dar sentido a eventos disconexos y brutales asumiendo que hay una intencionalidad implícita es muy útil pues si no, no se suele comprender nada. Una hipótesis entonces es que, en el caso de Ecuador después de las grandes movilizaciones del 2019, comenzó a aplicarse la “técnica mexicana” de despolitización contrainsurgente altamente violenta. Tal vez lo que ha ido pasando en los años posteriores a ese importante momento de luchas desplegadas es el desarrollo confuso e incierto, solapado, de una estrategia de contrainsurgencia que consiste en incrementar enormemente la cantidad de violencia social despolitizándola. ¿Por qué se alienta -desde los gobiernos y los ejércitos- la proliferación de una violencia social aparentemente inconexa, aparentemente incomprensible, que incluso desestructura la posibilidad de comprender lo que se va jugando en el día a día? Para neutralizar la fuerza organizativa y política alcanzada en las luchas previas.
Insisto, a nosotrxs, en México, la guerra contra el narcotráfico se nos vino encima en el 2007 y no logramos establecer con claridad que lo que ocurría era una guerra contra el pueblo, contra la sociedad, ejercida de manera fragmentaria y difusa sino varios años después. Nos dimos cuenta, pronto, que había que separar la búsqueda de cualquier explicación del discurso machacón que repetía que había una “guerra contra el narco” y que explicaba el aumento acelerado de la violencia insistiendo en que “distintos grupos de delincuentes” se están peleando entre sí. El discurso oficial oscilaba todo el tiempo, explicando las terribles masacres y el brutal incremento de personas desaparecidas alegando que o bien la “fuerza pública” se confrontaba con delincuentes, o que éstos se peleaban entre sí. Sin embargo, lo que empezamos a comprender, mirándonos en aquel tiempo en el espejo de Colombia, fue que se producía un incremento en la ocupación militar o paramilitar de territorios cada vez más amplios. Un incremento de la violencia en lugares donde o bien se concentraban luchas muy importantes o donde existían bienes y recursos públicos en disputa. Entre 2007 y 2011 fueron años muy difíciles, había una especie de parálisis tremenda porque, de repente, el nivel de violencia, el nivel de terror, el nivel de silenciamiento, el nivel de confusión aumentaba aceleradamente. Todo sucedía de manera intempestiva y aparentemente azarosa. Fue hasta que pudimos pensar lo que iba sucediendo como una estrategia de control territorial y de represión a las luchas, a la cual llamamos contrainsurgencia ampliada, que logramos comenzar a orientarnos en los sucesos violentos que iban conmocionando reiteradamente la discusión pública. Es decir, empezamos a entender que lo que ocurría era una ampliación de las técnicas clásicas de contrainsurgencia. Entonces lo que pasaba dejó de parecer tan confuso, tan disconexo. Aprendimos algo muy importante, parte de la estrategia de contrainsurgencia ampliada es inducir una desestructuración de la posibilidad de comprender, eso es a lo que nosotros llamamos producción estrategia de opacidad, o sea, no se trata solamente de ocultar o de falsear sino de desestructurar la comprensión. No es solamente desinformar, es más que desinformar.
Por ejemplo, cuando leíste acerca de la primera masacre en el penal de Guayaquil, seguramente leíste lo que se iba publicando en medios públicos refiriéndose a fuentes oficiales que iban diciendo cosas. No sé si percibiste que ya no era suficiente decir “nos están mintiendo”, sino que había una cosa más profunda: sistemáticamente estaban siendo producidos conjuntos de discursos desestructuradores de la posibilidad de hilar con sentido lo que estaba pasando.
Eso es lo que nosotras estuvimos estudiando bastantes años y nos ha costado mucho trabajo entender, y ahora vemos que no son cosas fortuitas ni que tengan que ver ni única ni principalmente con confrontaciones entre criminales. Para reorganizar la capacidad de comprender conviene mucho aislar los ejes del discurso que está siendo puesto en el tapete. No tengo muy claro cómo sea el discurso específico que ahora el gobierno de Lasso emite sobre los hechos que en Ecuador sacuden la vida pública, pero hay que escudriñarlo con cuidado para mirar cómo es la operación de desestructuración de la comprensión, porque eso es lo que están haciendo.
Uno de los rasgos en la producción de opacidad, en la acción de desestructurar la comprensión, es lo que Dawn Paley llama la opacidad de los perpetradores. Hay un crimen, hay un montón de cadáveres y nunca se sabe claramente ni quién fue ni qué pasó. Cuando aquí en México desaparecen a los 43 normalistas de Ayotzinapa en la ciudad de Iguala, en septiembre de 2014, durante la primera movilización de repudio a tales hechos se pinta un enorme letrero en el piso del Zócalo de la ciudad de México que decía: “Fue el Estado”. Eso tenía que ver con un esfuerzo muy importante de romper con las retorcidas narrativas oficiales que nos tenían hablando de la disputa entre “los Rojos” y los “Guerreros Unidos”. Todo, además, en un discurso policial lleno de lagunas. Establecer que “Fué el Estado” comenzó a romper la opacidad de los perpetradores. Era un primer paso. Toda la población sabía que los agresores consistían en bandas armadas de hombres violentos; los sobrevivientes de la brutal “Noche de Iguala” en 2014, hablaron de policías municipales y estatales, de personal del ejército y de civiles paramilitarizados actuando en conjunto. Mientras eso no queda claro las agresiones violentas son altamente desmovilizadoras, pues cuando no se entiende quiénes son los agresores no se sabe quienes están atacando ni cómo conviene proceder. No se puede armar un marco de denuncia claro. Hay sospecha, por supuesto, pero el marco del discurso oficial se consolida para estorbar, para neutralizar la indignación, para que la situación de violencia continúe y se expanda. Además, en términos judiciales no se esclarece nada a propósito: una y otra vez se reitera que lo que ocurre es una pelea entre delincuentes. Nada más.
En el caso de las peleas y masacres en las cárceles, me llama la atención que hayan comenzado así en Ecuador, porque las cárceles finalmente son el lugar donde el control del Estado está más condensado. Entonces, como bien saben los presos y sus familiares es la ridiculez de que presenten los sucesos violentos como algo fortuito, alegando como el grupo A se peleó contra el grupo B y se murieron diez, once o doce o cien. Es muy evidente que para que esto sea posible tiene que existir una operación acordada por quienes efectivamente controlan las cárceles: policías, ministerios públicos, oficinas de régimen penitenciario, jueces, etc.
En relación a la situación en las cárceles, todo lo que ocurre ahora contrasta mucho con otros momentos cuando presos políticos junto con presos comunes realizaban motines. En aquellos motines, al menos en Bolivia hace años, se planteaban exigencias, se emitía un discurso crítico, etc. A veces, las movilizaciones penitenciarias se reprimían violentamente, pero la confrontación, los términos de la confrontación quedaban claros. Me da la impresión, pero es sobre todo una intuición que una manera actualmente muy extendida de administrar la vida en los penales, es incrementar la violencia como dispositivo para mandar mensajes ejemplarizantes hacia el mundo popular, porque finalmente quienes están presos, salvo algún caso muy excepcional, son personas trabajadoras, personas de origen popular. Si se alienta desde la administración penitenciaria la violencia intracarcelaria, se ejerce una variante de la técnica de contraponer a pobres contra pobres. Esta es otra vieja técnica de contrainsurgencia ahora ampliada: contraponer y ocultar quiénes contraponen, quienes administran, al tiempo que permiten la confrontación violenta.
AM: Si, creo que es importante ver cómo se van construyendo las narrativas. Desde el paro del 2019 se decía que la CONAIE está siendo financiada por el narcotráfico y, por otro lado, se fortalece el enemigo interno donde son los grupos de crimen organizado quienes deben ser enfrentados bajo la categoría de terrorismo encarnada en jóvenes racializados, mientras el cuñado de Guillermo Lasso es asociado a la mafia albanesa vinculada al transporte de droga.
RG: Exactamente, se juega mucho esta catalogación de terrorismo porque eso lo vinculan inmediatamente a ese derecho que se auto-otorgó el gobierno de Estados Unidos en el 2001, cuando se dió a sí mismo el derecho de actuar militarmente en cualquier país, por ejemplo en la Guerra de Irak de 2003, o sea, llevamos 20 años en esta estrategia militar que ya había venido siendo organizada y ejecutada, antes, en Colombia. Yo creo que Colombia fue un laboratorio muy importante de todo esto: la pregunta para comprender qué es lo que ponen en juego es entender qué cosa quieren sujetar, qué cosa quieren detener, qué buscan controlar, contra qué es su estrategia. Ahí es cuando, en términos de discurso, llega la guerra antidroga. Fíjate el contraste: en México la guerra antidrogas se nos viene en 2007, es el año cuando comienza, pero, insisto, ¿qué es lo previo al comienzo de la guerra antidroga? Lo previo es el año 2006, que es uno de los años más movilizados de los que se tenga memoria en México, es el año de la insurrección de Oaxaca y de sus 4 o 5 meses de ocupación y toma de la ciudad. Son los sucesos enérgicos de levantamiento y movilización que se conocieron como la Comuna de Oaxaca organizados por aquella organización que tomó el nombre Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO), que llega a neutralizar el avance del ejército en la confrontación del 1 y 2 de noviembre de 2006. Mi impresión es que algo similar ocurría en Quito en 2019 cuando los movilizados lograron neutralizar el despliegue de la fuerza pública. Cuando ocurren estas cosas, los generales se ponen a pensar y empiezan a implementar otras estrategias de contención, de contrainsurgencia ampliada que ensancha los términos anteriores de represión, pero también los ajustan a las condiciones de desborde que ya vieron venir.
Es en Ecuador donde se está jugando ahorita esta contraofensiva violenta de manera muy agresiva. Aunque vale la pena también considerar qué pasa en Chile. Allá se operó, a mi juicio, una síntesis política desde arriba de otra manera a través del pacto del 15 de noviembre de 2019, cuando se encausó una parte relevante de la energía social desbordada en las luchas hacia un proceso constituyente. Finalmente, sabemos cómo continuó esa historia… pero ese no es el tema. En términos de América Latina conviene pensar cómo se han implementado distintas medidas de contención y neutralización política cada vez más violentas. Mirando desde Ecuador, conviene entender que ante la imposibilidad de una síntesis política desde arriba similar a la que ocurrió en Chile, las fuerzas dominantes, empresariales, políticas y militares, legales e ilegales, tomaron la decisión de ensayar una estrategia militar de contrainsurgencia ampliada que ha resultado eficaz en otros lugares, como en México, para contener el avance de las luchas.
AM: Pienso que las técnicas de represión en el paro de Ecuador y en las manifestaciones de Chile, esa imagen de los disparos en los ojos de manifestantes…
RG: Estoy tratando de presentar pistas que permitan ampliar la comprensión de estos asuntos del despliegue de las luchas y también de la expansión y actualización contrainsurgente altamente violenta. Aquí en México hubo un periodo de acumulación de fuerzas muy importante; se desplegaban luchas muy profundas en términos locales y se comenzaban a coordinar. Las agendas y propuestas iban siendo producidas por las mismas personas en lucha. Todo este importante período de ascenso de las luchas, de expansión colectiva y beligerante de la capacidad social de intervenir en asuntos públicos se extiende, a mi modo de ver, desde 1994 hasta 2006. La iniciativa política está en manos de las organizaciones populares, del zapatismo, de las organizaciones campesinas, de las luchas de los pueblos. Todo esto ocurría a comienzos de siglo de manera paralela al discurso de la “democratización formal” y, sin embargo, como los mecanismos políticos de control electoral no fueron suficientes para sujetar a la población, entonces se vino sobre el país “la guerra contra el narco” y comenzó la violencia desbocada. El orden de la disputa eran los recursos petroleros, la energía, en general, y también la imposición del modelo de agroexportación. Esto es solo un esquema muy grosero pero lo presento así porque creo que ayuda a organizar lo que si no, no se comprende.
En fin, entender todo este incremento de la “criminalidad”, esta violencia aparentemente no política que sin embargo, tiene efectos políticos fuertes en la desmovilización es la hipótesis que les sugerimos habiendo vivido tiempos muy oscuros acá en México. Adolfo Gilly, un historiador que indagó en lo que ocurrió durante la Revolución Mexicana hace más de un siglo, convocaba a poner atención en los momentos cuando se altera “la medida moral de la violencia admisible en una sociedad”. En tales momentos está ocurriendo un cambio en el orden político y se está comenzando a desplegar una estrategia contrainsurgente que, en un comienzo, no es comprendida por la sociedad sobre la que se impone pues, justamente, uno de sus rasgos es buscar quedar oculta.
En México, antes de que comenzara la “guerra contra el narco” en 2007, un primer ensayo de cambio en la medida moral de la violencia admisible ocurrió en mayo de 2006 cuando sucedió lo que Adolfo Gilly llamaba “la ocupación militar de un pueblo cercano a la Ciudad de México”, en Atenco, Estado de México. Había por aquel entonces una lucha muy importante contra un inmenso negocio extractivista en Atenco, donde se pretendía construir un aeropuerto. La policía federal -militarizada- ocupó el pueblo de Atenco donde, además, estaba la Otra campaña zapatista. La represión fue violentísima. Entre otras cosas, esa fue la primera vez que se usó pública y notoriamente la herramienta de la violencia sexual contra las mujeres que fueron detenidas tras la ocupación militar del pueblo. Estos sucesos fueron muy conmocionantes; similares al hecho de disparar a los ojos es otro momento y en otra geografía, que también causa una inmensa conmoción, y que mueve la medida moral de lo admisible. En esos momentos lo que el estado en realidad está diciendo es “voy con todo, no voy a respetar los usos y costumbres en nuestra manera de ejercer la violencia, voy alterarla y voy contra todo lo que se oponga a mi avance”. Algo así percibo que les ha ocurrido a ustedes en Ecuador.
AM: Sí, es como decías, que se va sobrepasando el umbral de violencia…
RG: Es justamente un umbral, una alteración de lo admisible, y lo van a repetir hasta que eso sea la nueva norma. Además te implementan otra estrategia de contrainsurgencia que se amplía, que despolitiza los conflictos traduciéndolos en disputas criminales, y todo esto tiende a desestructurar las capacidades políticas.
AM: Me quedo pensando en rol del narcotráfico, porque se habla de la presencia de carteles mexicanos, como el de Jalisco Nueva Generación, Sinaloa, aparece la mafia albanesa y, como dices, es dificíl ver quién se está enriqueciendo con todo esto. Por ejemplo, uno de los puntos más afectados es Esmeraldas, provincia de mayoría afrodescendiente históricamente afectada por el racismo, por el empobrecimiento, pero ahora hay una guerra que está instalada ahí y en otros territorios.
RG: Tenemos que deshacernos de la idea de que esta es una guerra del narcotráfico: ese caballito de batalla hay que romperlo, porque es falso. Lo que está produciéndose en el Ecuador, me parece, no es que lo atrapó la guerra entre bandas narcotraficantes, de ninguna manera es eso. Más bien, lo que está pasando es una guerra contra el pueblo que está usando las técnicas de lo que Dawn Palley llama “guerra neoliberal” que es el camino contemporáneo del “capitalismo antidrogas” -ahora cada vez más abiertamente belicista- que se organiza y amplifica a partir de administrar la prohibición de determinadas sustancias. Cabe recordar cómo fue la prohibición del alcohol en los Estados Unidos: un momento en que crecen y se legalizan ciertas fortunas que produjeron mafias que, a la larga, adquirieron estatus de existencia legal. Capitalismo y guerra siempre han ido de la mano aun cuando el orden político se trasvista de democrático durante una temporada. Si pensamos quién controla lo que se prohíbe, quién establece los términos de ese control, vemos que se abre un enorme terreno económico para la acumulación de capital y el control estatal. Los dos asuntos están asociados y son, eso sí, altamente violentos
Oswaldo Zavala, un investigador mexicano, parte de una afirmación fuerte que a mi me hace sentido: “los cárteles no existen”. Esto significa que “cartel” es un sustantivo común que esconde la imbricación de negocios legales, ilegales, civiles y estatales. Plantear un argumento en términos de guerra de cárteles borra el hecho de que lo que existe son disputas por circuitos económicos de todas clases, legales e ilegales, administrados por segmentos y estructuras del estado de las que no tenemos claridad.
Quiénes protagonizan esas disputas y por qué y para qué es lo que queda oculto. La narrativa de los cárteles permite la opacidad de los perpetradores de la que ya hablamos. Por ejemplo, no va a ser sencillo rastrear quienes introdujeron o permitieron la introducción de armas en la cárcel de Guayaquil; tampoco será fácil saber qué clase de distribución y negocio se opera desde ahí y como se estructuran esas actividades. Por eso, vuelvo sobre ello, en México en 2014, cuando las desapariciones y asesinatos en Iguala era tan importante establecer que “Fue el Estado”. Aunque apenas era un balbuceo, afirmar tal cosa puso en otro plano la intelección de los eventos más confusos y violentos. Y es que si no se establece alguna clave, los sucesos parecen una especie de ola loca de violencia incomprensible, que termina reforzando el discurso de la “securitización”.
Es como si “nos hubieran invadido los marcianos” pero no podemos distinguirlos… como si fuera una amenaza exterior, cuando en realidad lo que está en juego son modalidades opacas y violentas de gestión de circuitos económicos ilegalizados, tensándolos en los niveles más básicos de la distribución. El efecto de militarización que esto acarrea es terrible. Y la amenaza deja de ser “exterior”.
Por ejemplo, acá en México, muchos chavos jóvenes trabajan de halcones, como se dice aquí, que es el eslabón más bajo en los circuitos económicos ilegalizados. Sale mejor trabajar de halcón que de maquilador o de cortador de palma aceitera. En tales dinámicas comerciales hiper-violentas se establecen brutales términos de ascenso controladas desde arriba en la opaca -y a veces frágil- asociación mercantil público-privada que busco esquematizar. El proceso es parcialmente controlado desde muy arriba y con frecuencia se tensa fuertemente en términos de competencia. Así, es muy oscura la administración de la violencia de igual manera que no queda claro quienes administran la ilegalidad. Por ahí va el asunto de que “los carteles no existen”. El cártel no es el sujeto ilegal, organizado y violento que amenaza a la sociedad y la fuerza pública no está peleando contra esos cárteles descontrolados. La imbricación es muchísimo más compleja, aunque con frecuencia, un resultado visible de estas dinámicas es que las fuerzas armadas pueden implantar medidas de control extraordinarias sobre la población, pueden avalar el desplazamiento de muchísimas personas, pueden establecer medidas de excepcionalidad y tienen una justificación para ello. Es como si la sociedad en su conjunto se paramilitarizara.
Las madres de jóvenes desaparecidos han denunciado, en varias ocasiones, la llegada a las poblaciones de camionetas grandes, con hombres armados y vidrios polarizados que reclutan a los jóvenes cerca de las escuelas o de las plazas. Generalmente quienes hacen estas labores son ex policías o ex militares, o policías o militares en activo, que entran y salen del negocio ilegal. Otras veces son personas que están circulando en las múltiples agencias de seguridad privada y las distintas instancias policiales o militares. Así se expande, en medio de una inmensa confusión y un terror que silencia, la ocupación territorial paramilitarizada.
En fin, todo esto que te digo posiblemente no ayuda todavía a responder preguntas más precisas, pero quizá pueda contribuir a comenzar a hacernos preguntas más fértiles.