Portada del libro VV.AA., «Brujas, salvajes y rebeldes», Traficantes de sueños, 2021. Ilustración de Sozapato

Entrevista a Cristina Vega e Ivonne Yánez sobre el extractivismo, la reacción patriarcal y las nuevas cazas de brujas

En 2019, varias mujeres del Estado español organizaron junto a Silvia Federici un encuentro en Navarra para reivindicar la memoria de la caza de brujas, para entender qué sucedió y cómo se entreteje la continuidad que une la quema en la hoguera de mujeres rebeldes, entre los siglos XV y XVIII, y la persecución, a día de hoy, de disidencias de sexo-género, de mujeres campesinas e indígenas que defienden sus territorios en el Sur global, y de otras formas de lucha y desobediencia que plantan cara a las estructuras de poder patriarcales, capitalistas y coloniales. Era el germen de la Campaña por la memoria de las brujas. En Ecuador, las mujeres ya venían entendiendo esas conexiones. Comprendieron pronto que “había brujas por todas partes”. Y muchas mujeres comenzaron a tirar de esa madeja, que en 2021 dio como fruto la publicación del libro «Brujas, salvajes y rebeldes. Mujeres perseguidas en entornos de moralización, extractivismo y criminalización en Ecuador«, editado por Traficantes de Sueños.

Conversamos con Ivonne Yánez, militante de Acción Ecológica, y con la investigadora Cristina Vega, dos de las autoras del libro. En sus reflexiones hablan de cómo opera, aún hoy, el estigma de la bruja, de las mujeres como portadoras del mal, para domesticar rebeldías y reestablecer el orden. Abordan también la disputa en torno a la idea de “naturaleza”, así como el modo en que los fundamentalismos religiosos reactivan estos desafíos, como parte de una gran máquina moralizadora de la que participan también el Estado y el poder económico.

Entrevista publicada originalmente en Desinformémonos.


Laboratoria Sur de Europa [1]:
En vuestro libro, habláis del protagonismo de las mujeres en la resistencia a las dinámicas extractivas, en particular en la Amazonía, y de cómo las multinacionales extractivistas hacen uso de la misoginia y de la moralización para denostarlas. ¿Nos podéis dar algunos ejemplos concretos?

Ivonne Yánez: Yo hablo desde Acción Ecológica, un grupo fundado por mujeres y todavía hoy formado principalmente por mujeres. Trabajamos desde hace 35 años haciendo frente al extractivismo petrolero. Se trata de un territorio absolutamente masculinizado por la presencia de las empresas petroleras y mineras: por los trabajadores, que son principalmente hombres; por las fuerzas de seguridad privadas, que son hombres; por la militarización y policiarización de los territorios, que también la capitanean hombres; y por la incursión de servicios asociados a la demanda de los trabajadores, como son bares y prostíbulos, que generan condiciones de violencia dentro de la comunidad y también de los hogares.

Si bien toda la comunidad es afectada por estos proyectos extractivos, las mujeres lo son más aún: por el aumento de la violencia, por los impactos de la contaminación (en las zonas petroleras en el norte del Ecuador, el 65% de los casos de cáncer se da en mujeres), que a su vez supone mayor trabajo de cuidado de los enfermos. El agua se contamina y ellas deben ir a buscar el agua en otro lado; los suelos se contaminan y se hace más arduo conseguir alimentos limpios. En ese contexto, las mujeres son las que más resistencia oponen.

Esta resistencia de las mujeres se ha expresado de distintas maneras a lo largo de la historia de las actividades petroleras en el Ecuador. Un caso muy emblemático es el de un pueblo kichwa amazónico, el pueblo de Sarayaku. Hace unos 25 años las empresas petroleras intentaron instalarse por primera vez; como ocurre siempre, entraron a negociar con los dirigentes, que son hombres, que estaban coqueteando con la idea de aceptar un acuerdo. Pero las mujeres les pusieron el “pare” de varias maneras. Dijeron: “No vamos a volver a hacer chicha, aquí no va a a haber más yuca». Eso equivalía a decir que se iba a derrumbar la sociedad. O les dijeron: “Váyanse y consíganse otras mujeres». Se fueron al aeropuerto y botaron cargas que llegaban con alcohol; llegaron a prohibir la entrada de alcohol en ese momento. En otros casos, se dan procesos parecidos: son las mujeres las que se organizan para rechazar la entrada de las petroleras o se organizan para pedir reparación. En el norte de la Amazonía hay fincas llevadas por mujeres que son ejemplos de que se puede vivir cuidando la naturaleza en un contexto muy hostil.

Foto cedida por Ivonne Yañez

Quienes acompañamos estas luchas de resistencia de las mujeres hemos visto que se las estigmatiza por plantear ideas como la de dejar el petróleo en el subsuelo. Se las señala de “locas”, “atrevidas” o “malcriadas”, “brujas”… Se las acusa de traicionar a sus comunidades, por oponerse al desarrollo. Sus familias, sus gentes, sus organizaciones son las que lanzan estas acusaciones y por supuesto también se lanzan desde las instancias del Estado.

En el caso de Acción Ecológica, hace veinte años los petroleros nos pusieron “cariñosamente” el apelativo de “ecochicas”. Supimos que los petroleros, a través de las radios, cuando querían que viniesen prostitutas a sus campamentos, se referían a ellas como «ecochicas». Es decir: no nos decían abiertamente “ustedes son unas putas”, pero utilizaban para nosotras el mismo denominativo que para las trabajadoras sexuales. También el ex presidente Rafael Correa se ensañó con compañeras nuestras y expuso sus fotos en sus sabatinas semanales. Tres millones de ecuatorianos veían las fotos de las compañeras…. Había esta exposición particular muy cargada de misoginia.

En las zonas de la Amazonía centro-sur, donde hay bastantes compañeras sáparas que defienden su nacionalidad, se las acusa de ser un peligro para la comunidad. Hay casos de represalias contra mujeres o contra familiares de mujeres que han denunciado la corrupción en proyectos asociados al capitalismo verde que siempre son entregados a hombres y manejados por hombres.

 

LSE: En el libro, habláis también de una continuidad entre la caza de brujas de antaño y las nuevas batidas contra defensoras de los territorios, aborteras, lesbianas, maricas, disidentes del binarismo de género… ¿Cuáles son los elementos de esa continuidad?

Cristina Vega: Creo que la acusación de brujería condensa la relación con el mal. Ese mal puede tener que ver con el demonio, con los espíritus malignos y con los espíritus que no se pueden domesticar. En el libro, los relatos históricos plantean que, durante el colonialismo, el elemento religioso de la colonia releía muchas de las relaciones que las mujeres tenían con la naturaleza o con el mundo espiritual a través de las lentes colonizadoras, que es lo que explica muy bien Irene Silverblatt: cualquier conexión con la naturaleza y con los espíritus era considerada una relación con fuerzas maléficas, con los espíritus del mal y con formas de conocimiento que la colonia no podía aprovechar o que se oponían directamente al carácter extractivo de la colonia.

Las acusaciones actuales de las que habla Ivonne de «traición a la comunidad», de no ser «fiables», de tener un objetivo oculto, de conocer cosas amenazadoras y relacionarse con la naturaleza de un modo peligroso para la comunidad o peligroso para las empresas o para el Estado, me parece que efectivamente dibuja una continuidad entre las estigmatizaciones históricas y las del presente. Esta continuidad se expresa no solo en relación con las mujeres en sus luchas y defensa de la naturaleza y los territorios, sino también en las luchas sobre su autonomía, sobre el derecho al aborto o a disfrutar la sexualidad como quieran. Hoy hay demonizaciones que tienen que ver con el extractivismo y otras que tienen que ver con las luchas propiamente feministas, donde las mujeres expresan deseos y formas de control del propio cuerpo que son asociadas directamente al mal, a lo diabólico, a lo maléfico y al ataque a jerarquías religiosas, institucionales, etc.

Toda la onda contra la “ideología de género”, que supuestamente degenera al ser humano, homosexualiza a los niños, reparte preservativos y es abortera, toda esa retórica antifeminista, ha sido muy importante en Ecuador desde 2017, con el movimiento «Con mis hijos no te metas», liderado por representantes tanto del catolicismo como del evangelismo, con una fuerte penetración en los movimientos indígenas en la sierra. Ya en 2014, Correa colocó la “ideología de género” como «enemigo”, distinguiendo entre un feminismo “bueno», que persigue la igualdad, y un feminismo diabólico y malvado que es “generista”. A partir de 2017, esto se intensifica, se lanza todo un proceso de ataque a derechos ligado a una demonización de las feministas y de los «de-generados». Esta ofensiva se plasma en distintas movilizaciones, primero contra la educación sexual y la ley de violencia, que incluía un enfoque de género que reconocía la diversidad sexogenérica; y después, aún más claramente, contra la descriminalización del aborto y contra el matrimonio igualitario.

Estos han sido los campos de batalla; en todos ellos, el feminismo y la diversidad sexogenérica se asocian al mal. Se inviste a los fieles con el derecho patriarcal a proteger a los niños contra estas fuerzas del mal, se les insta a una guerra espiritual contra “fuerzas diabólicas” que se considera atacan directamente a la naturaleza, la fe y a Dios, pero a Dios en el Estado, lo que revela una concepción religiosa de la ciudadanía que ha atravesado la historia de Ecuador desde la colonia hasta nuestro presente y que es absolutamente racista: el referente es un ciudadano blanco, católico, padre de familia (heterosexual) y de familia ampliada a la servidumbre racializada, que protege a sus hijos y protege a los «menores», que son los indígenas.

Lo que hay detrás de esta concepción de la ciudadanía es una estructura hacendataria, colonial y jerárquica, donde el padre se sitúa en la cúspide como protector y, cuando corresponde, como castigador. Esto es lo que está detrás de muchas de las batallas que se han dado en Ecuador y que alimentan la ola reaccionaria en varios países de América Latina: Costa Rica, Colombia, Perú, Argentina, Bolivia…

 

Cobertura I Encuentro Internacional, político, artístico, deportivo y cultural de mujeres que luchan. Marzo de 2018. http://regeneracionradio.org

LSE: A vuestro juicio, entonces, hay una misma máquina moralizadora que opera tanto contra las mujeres defensoras de la tierra como contra el feminismo y las disidencias sexuales. ¿Podéis explicar cómo funciona esta máquina y por qué ataca de un mismo modo a sujetos con reivindicaciones y formas de luchas que, a primera vista, parecieran muy distintos?

IY: Es una máquina que conjuga Estado, Iglesia, corporaciones y oligarquía. Se trata de un entramado que determina la forma de organización de las comunidades, que organiza los territorios y que porta una moral asociada con ciertos fetiches, como la idea de desarrollo o de progreso: desde ahí se califica a los indígenas de “pobres” y, por supuesto, “la pobreza es mala”, con lo cual estas mujeres que “no quieren salir de la pobreza” están locas. Hay todo un trabajo ideológico para que los indígenas, que tienen otras formas de vivir, introyecten la idea de pobreza. También se ataca el querer vivir por fuera del Estado. Se habla de “territorios abandonados” y de “ausencia del Estado”; entonces el Estado tiene que entrar y todo lo malo ocurre porque hay ausencia del Estado.

El Estado y el capital quieren ordenar los territorios y ordenar la naturaleza, esa naturaleza salvaje que «hace lo que le da la gana». De la naturaleza ordenada se sacan recursos o se hacen áreas protegidas. El Estado patriarcal ordena y, obviamente, a los hombres disidentes se les castiga, pero para las mujeres que rompen el orden es peor. Siempre que hay desorden la culpa es de las mujeres: cuando el hombre se larga con otra mujer, no es culpa del hombre sino de la otra mujer o de la que no hizo lo necesario por retenerlo. Una mujer lesbiana destruye el hogar; una mujer que lucha abandona los hijos; y, si un hijo toma drogas o es homosexual, la culpa también es de la mujer. Pues bien, lo mismo sucede con las comunidades. Las mujeres resisten al extractivismo y les dicen que se oponen a la entrada de dinero, que se oponen a que la comunidad progrese, a que sea limpia, a que sea ordenada. El proyecto de orden es un proyecto moral y cuando cunde el desorden (ya sea de forma deliberada o por diversas causas), las mujeres son las primeras en ser señaladas como culpables.

CV: Esto engarza con lo que decíamos de la construcción de una ciudadanía religiosa, aunque ahora se revista de secularismo. Y tiene que ver con un ordenamiento jerárquico, donde el Estado y la familia son piezas clave dentro de una forma de dominio que establece lugares diferentes según el género, la edad, la raza. Esa forma, que es la forma colonial patriarcal de la casa grande, de la hacienda, pone en el centro a un sujeto ciudadano, blanco o blanqueado, creyente en el desarrollo, en el Estado, en la propiedad y en la letra. Es un sujeto que establece las pautas de convivencia adecuadas y que mira a las comunidades indígenas y a las disidencias del género como aberraciones respecto a su modelo de gobierno.

En este orden, el lugar de las mujeres está definido por la subordinación, por la negación de la sexualidad, por la negación de su propio cuerpo y por la división del trabajo. Hay mecanismos y motivos muy diversos por los que las mujeres se salen de este ordenamiento. Algunas mujeres, en la defensa de los territorios, se insubordinan a las dirigencias, desafían los pactos patriarcales que atraviesan el diálogo con el Estado; otras, se insubordinan a la ley del padre en los hogares o al orden heterosexual. Esas distintas insubordinaciones traman una red muy tupida y diversa que es la base de diálogos entre feministas, disidencias sexuales y mujeres en los movimientos indígenas, populares. Contra todas estas insubordinaciones se activa una fuerza moralizadora, que recurre a la acusación de brujería, de locura, de relación con el mal e incluso de violencia.

IY: En una entrevista para el libro, Zoila Castillo, una mujer que desde hace treinta años ha impedido que entren las empresas petroleras en su territorio, me decía: “A mí me acusaban de abandonar a mis hijos para irme a pelear en contra de la Tripetrol”. En las comunidades indígenas, la crianza de los niños es bastante colectiva, luego tampoco es que ella estuviera abandonando a sus hijos. Pero las petroleras o los hombres de la dirigencia que estaban en negociaciones incorporaban esta estigmatización occidental de “mala madre”. Esta idea de la «mala madre” y otras estigmatizaciones occidentales se les están aplicando a las mujeres dirigentas de las comunidades.

CV: Añadiría que hay una visión civilizatoria sobre los territorios y sobre las poblaciones. El Instituto Lingüístico de Verano (ILV), en Ecuador, llegó a las comunidades con una idea civilizatoria que tenía que ver con «ordenar la familia» y con ella la vivienda, la salud, etc. Lo indígena es visto como “salvaje”; si se quería “avanzar”, había que disponer “bien” la vivienda; lo mismo con la crianza de los hijos, con las atribuciones de hombres y mujeres, con el propio territorio. En el marco de esta misión civilizatoria, las “buenas madres” no deben hacer ciertas cosas («las buenas madres no luchan», «las buenas madres no llevan a los hijos a las marchas”). Quienes se salen de ese patrón son «malas madres», a veces son «brujas” que aplican otra medicina o sospechan de las instituciones educativas estatales; en cualquier caso son “malas”. La idea de maldad está muy presente en esa misión civilizatoria, iniciada por los salesianos, los jesuitas, los dominicos… todos ellos fueron un primer frente de domesticación de los territorios y de ordenación de las atribuciones de género.

IY: Hay, además, una disputa en torno a la idea de “naturaleza” como sujeto. Al igual que a las mujeres, a la naturaleza se la ve como una entidad que no solo es salvaje y está vacía, sino a la que hay que conquistar y dominar. De ahí esa suposición de que las mujeres son más «sensibles» a lo natural y son las que más lo protegen porque «mujer y naturaleza es lo mismo». Al igual que la mujer tiene que ser virgen, la naturaleza debe ser prístina y, a la par, someterse a los intereses del capital y del patriarcado, para la reproducción.

Es importante desligarse de esta identificación entre mujer y naturaleza, entender que las mujeres son las que más luchan por sus territorios y se oponen a los proyectos extractivos no por ser más sensibles o estar más conectadas a lo natural, sino porque realmente se ven más afectadas por los problemas ambientales. También sucede que suelen ser los hombres los que reciben plata y abandonan la resistencia; las mujeres es menos habitual que reciban dinero y, en general, su resistencia es mucho más duradera y sostenida.

CV: Aquí hay un debate interesante sobre cómo los movimientos fundamentalistas han utilizado la idea de naturaleza. Tanto el Papa Francisco, como en el sínodo amazónico y en la encíclica Laudato si, se establece un parangón entre la defensa de la naturaleza y la defensa de la «naturaleza humana» como intrínsecamente binaria e intrínsecamente heterosexual. Se recrea una idea inmutable, tradicional y conservadora de la naturaleza. Esta defensa de la naturaleza, ligada a una ontología humana esencial, dictada directamente por Dios, que no puede ser pervertida por los humanos, ha sido clave para rearmar ideas fundamentalistas con un barniz ecologista. El Papa Francisco ha dicho abiertamente este tipo de cosas: «yo estoy contra la ‘ideología de género’ porque defiendo la naturaleza».

Pero, ¿cómo pensamos la naturaleza? ¿cómo pensamos la naturaleza humana, la naturaleza de otras especies? La historia de la ciencia ha puesto en evidencia que nuestras lecturas de la naturaleza responden a historias de dominación y la propia ecología queer revela los paralelismos en la concepción de “lo salvaje” en la modernidad occidental donde la naturaleza aparece, por un lado, como «esencial» e “inmutable” y, por otro, como fuerza a poseer y domesticar. Aquí hay un terreno fructifero para los diálogos ecologistas y feministas y el reto de cuestionar el fundamentalismo sexogenérico en clave ambiental.

 

Imagen cedida por Ivonne Yañez

LSE: Para tener una cartografía más clara de los fundamentalismos religiosos que operan en los territorios, ¿nos podríais hablar un poco más de cómo se están articulando los evangelismos y qué papel juegan en esta remoralización del discurso y de la vida cotidiana?

CV: Hay trabajos interesantes sobre cómo los liderazgos evangélicos se han ido propagando en comunidades rurales de la sierra. Pero yo lo que conozco es el contexto urbano, donde el evangelismo se articula a través de tareas de “discipulado” de hombres, de familias, de jóvenes, de solteros… Estos discipulados tienen una influencia muy fuerte de Estados Unidos y se expanden a través del proselitismo propio del ideario evangélico.

En primer lugar, hay una visión de los «males de la sociedad», que son diversos: el alcoholismo, el adulterio, el embarazo adolescente, el aborto, el “homosexualismo”, la violencia… Podríamos incluso coincidir en algunos males, pero ciertamente no en otros y, sobre todo, no en sus explicaciones, consecuencias y estrategias para enfrentarlos. Las feministas señalamos, por ejemplo, los problemas que acarrea la sexualización temprana de niñas y jóvenes en la sociedad de consumo. Los evangélicos agrupan todos estos males bajo un mismo paraguas: el «ataque a la familia». Si el marido se va a beber y luego golpea o si los hijos “salen homosexuales” es porque hay una degeneración de la familia. Así, la promoción del alcoholismo entre los jóvenes, que tiene mucho que ver con las formas de socializar, con ciertas formas de consumo, con la precariedad, con el machismo, etc., se sitúa en el mismo plano que la expresión de una sexualidad autodeterminada. Evidentemente ni el alcohol, ni el sexo son un problema; hay prácticas que acrecientan la libertad, el cuidado y la convivencia y otras que contribuyen a lo contrario al conectarse con formas de desigualdad estructurales. Para los fundamentalistas todo es un poco lo mismo: la fractura, la degradación y el ataque (deliberado) a “la familia”, que de forma más o menos explícita se vincula al feminismo y a los movimientos de la libertad sexual (que ahora llaman “generismo”).

La tarea principal, entonces, es «ordenar la familia» al interno y combatir la “ideología de género” en la vida pública. De ahí el papel clave que tienen el discipulado de familias y la guerra espiritual contra el mal. En este marco, cobra mucho peso la pugna en/por el Estado, para que deje de ser “generista” y recupere su misión ordenadora, a partir de leyes y políticas de apoyo claro a un modelo único de familia y de identidad sexogenérica. Todo lo que se sale de ese modelo único se considera “diabólico” y “maléfico”, de ahí la demonización de “el género” (para el feminismo, un concepto para hablar del poder). Para este tipo de fundamentalismo religioso, una familia de lesbianas «destruye la familia», que los hijos sean homosexuales o trans «destruye la familia» y que las niñas violadas aborten también. Hay un claro impulso por regenerar la familia, manteniendo y sofocando las jerarquías en su seno; por reinstaurar formas de dominación a la vez que se las tapa bajo una idea de «familia armónica» que sigue el “diseño original”.

Los evangélicos tienen una idea proselitista de la religión y, frente a las liturgias católicas, que suelen ser muy aburridas y rígidas, han sabido inventar una ritualidad viva, productiva, que se expresa en medios de comunicación, en la música, en muchos ámbitos de lo cultural, que es mucho más estimulante y vivencial y que, además, genera un sentimiento de apoyo emocional, de comunidad, que va más allá del dogma. La “teología de la prosperidad” que estimula el diezmo, con la promesa de retribuir lo entregado, apunta a la circulación, la redistribución… aunque acabe en acumulación. Lo interesante aquí es que se trata de iglesias que no están centralizadas ni verticalizadas: casi cualquiera con capacidad liderazgo y proselitismo puede ser pastor, liderar una comunidad y construir su propio beneficio económico.

Manifestación a favor del aborto por violación. Quito, 2022. Imagen cedida por Ivonne Yañez

IY: Los evangélicos entraron en América Latina con una idea venida de Estados Unidos: que había que acabar con estos gérmenes de revoluciones que estaban causando problemas en varios países de América Latina. La iglesia evangélica entra en la sierra del Ecuador, por ejemplo, con el objetivo claro de romper las organizaciones indígenas que estaban levantándose frente al Estado y las haciendas. Entra a disolver y se asienta muy bien: es más, en el Ecuador existe una organización indígena evangélica, la FEINE, muy fuerte: no se la puede ignorar.

La Iglesia evangélica fue fundamental en el avance de las empresas petroleras en la Amazonía ecuatorial. Tenían su propia compañía aérea, sus propias avionetas, y fueron las primeras que sacaron indígenas de la Amazonía y les llevaron a Estados Unidos para mostrarles en exhibiciones.

En la Amazonía norte, la Iglesia católica, que era crítica con cómo se explotaba a los indígenas en las haciendas, en la extracción del caucho, en condiciones de semiesclavitud, ¡les llevaban de la mano para que les contrataran en la Texaco! Tuvo, pues, un papel muy destacado en el avance de algunas empresas que necesitaban contactarse con los pueblos indígenas para poder hacer sus operaciones petroleras.

En resumen, las dos iglesias llegaron para quedarse y tuvieron un papel importante tanto en la Amazonía como en la serranía del Ecuador. Trabajaron juntas en evangelizar a los indígenas y en permitir que el capital petrolero entrase a los territorios. Es verdad que ahorita mismo estas iglesias evangélicas más chiquitas, que están asociadas o compiten por los feligreses, están siempre presentes en las zonas populares más empobrecidas y están robando los feligreses a la Iglesia católica, por todo lo que comentaba la Cris: tienen una relación más horizontal con la gente y cualquiera puede ser predicador; son mucho más divertidas; si necesitas un préstamo te vas y te dan hasta crédito; si tienes un hijo alcohólico, te pagan una terapia….

CV: Hoy por hoy, no podemos pasar por alto las iglesias evangélicas, porque cumplen un papel muy importante: en los sectores empobrecidos han sido fundamentales; en los sectores indígenas también han enganchado con elementos de la ritualidad que el catolicismo no llegaba a comprender. Las iglesias tienen una idea de comunidad y de familia y están proponiendo a la sociedad un modelo de conducción. Podemos hacer discursos críticos contra su ordenación patriarcal y su relación con el avance extractivo, pero hay que entender algunos elementos de por qué la gente, y sobre todo los sectores populares, se asocian a iglesias que, en realidad, acaban reproduciendo élites y jerarquías. Es necesario un trabajo más menudo para comprender estas complejidades.

Para estas iglesias, por ejemplo, el discipulado de mujeres es muy importante. El protagonismo femenino es brutal, con mucha vocación y entrega. Es verdad que el papel principal que se les asigna a estas mujeres es el de reconducir a los hombres a la iglesia para que vuelvan a asumir su papel de “cabeza” en la familia, porque es ahí donde sitúan el origen de todos los problemas: en que las familias están «descabezadas». Su diagnóstico es el siguiente: «la violencia es un producto del descabezamiento de la familia; si conseguimos que el hombre vuelva a ocupar su lugar en la jerarquía, de orden y de conducción, pero no de una conducción violenta, sino más democrática, entonces vamos a poder solucionar muchos problemas». Así que es un protagonismo femenino volcado a ordenar la sociedad bajo las mismas claves tradicionales. Esto, evidentemente, también tiene que ver con su reposicionamiento en el Estado, en la política, en las “cosas del mundo”.

 

Asamblea de Mujeres de Frente. https://mujeresdefrente.org/

LSE: Hay una figura muy interesante que lanzáis en el libro, la del «sexilio»: el exilio impuesto a quienes se han insubordinado al ordenamiento sexual patriarcal. Explicáis cómo el sexilio alimenta una fuerza de trabajo femenina muy precarizada en los cordones urbanos, desarraigada de sus comunidades de origen y, por ello, a la intemperie. Nos preguntábamos si estas mujeres fugadas por diferentes motivos de ordenamientos patriarcales no tejían también allí donde llegaban nuevas tramas comunitarias en resistencia a las fuerzas moralizadoras.

CV: Eso sería muy útil hablarlo con Mujeres de Frente, porque existe toda una historia de migración campo-ciudad que tiene que ver con la huida de formas patriarcales de violencia en los territorios y que generan nuevas formas de resistencia, de re-existencia, de vínculos entre mujeres… Muchas de las integrantes de Mujeres de Frente son mujeres víctimas de violencia, en los hogares y también de violencia estatal. Son mujeres perseguidas por ser comerciantes o trabajadoras sexuales, es decir, por trabajar en la calle.

Creo que habría que mirar el sexilio de muchas maneras. Por ejemplo, las disidencias sexuales, que generan nuevas comunidades en lo urbano, en sectores populares provenientes de la migración donde se trenzan nuevas formas de vínculo y de resistencia a las violencias. En el libro hay una entrevista a Belén Salazar sobre su sexilio, que es el de muchas lesbianas en las comunidades evangélicas de la costa, donde por un lado los evangélicos proveen una poderosa trama comunitaria, de vínculo y apoyo, pero, por otro, subordinan y domestican bajo esta idea del «cabeza de familia» y de heterosexualidad obligatoria: Dios es cabeza del hombre, el hombre es cabeza del hogar y la mujer y los hijos están subordinados a él. Dentro de este esquema, a quienes manifiestan otra identidad sexual, otra sexualidad, se les señala y se les somete a actos de exorcismo para eliminar el demonio que ha llegado a su familia.
En la entrevista, Belén narra su huida a través de dos vías: al principio es la dirigencia política campesina, que le permite otro lugar en la comunidad, pero ahí no hay mucho espacio para la disidencia sexual; la segunda vía es la migración. Ella migró a una ciudad en Los Ríos, donde se integró a una comunidad lésbica popular; más tarde, a Quito, donde encontró otras lesbianas, y, después, a Europa, donde encontró otras comunidades lésbicas migrantes y autóctonas. Y ella cuenta que añora el momento de fe; que ella querría haber encontrado dentro de la Iglesia un camino para poder expresar su diferencia sexual, algo que por fortuna está abriéndose cada vez más.

Me parece muy interesante que ese sexilio sí genera nuevas comunidades, nuevas comprensiones de la propia fe y nuevas formas de releer lo que está pasando en los territorios con lesbianas y disidencias, que son formas de violencia muy fuertes. A día de hoy, no hay todavía diálogos fructíferos con las organizaciones campesinas e indígenas en torno a las diversidades sexuales, pero ese diálogo al menos ha comenzado gracias al empeño de muchas compañeras dentro y fuera de comunidades y organizaciones.

[1] Entrevista elaborada por Nazaret Castro, Ana Lozano y Marta Malo, desde el nodo Sur de Europa de La Laboratoria.