Betty Ruth Lozano & María Campo
La violación de las mujeres ha sido histórica y socialmente construida, legitimada y consentida desde el proyecto colonial que inauguró Colón en estas tierras y sobre nuestros territorios. La violación de las mujeres es parte del proyecto colonizador que se ha impuesto como una «cultura” que responsabiliza a la víctima y se materializa en un alto número de mujeres que son agredidas sexualmente en todos los ámbitos de lo social y en los lugares en donde creemos estar seguras junto a nuestros «compañeros de lucha», en colectivos, grupos, movimientos, procesos y partidos, que se dicen o declaran alternativos, de izquierda, de/descoloniales, y que por lo tanto pretenden cambiar el orden existente pero sin cuestionamientos a las prácticas patriarcales que se ejercen en su interior.
Es impresionante el alto el número de mujeres que en los últimos años se han atrevido a hacer públicos sus casos de violencia sexual, en algunos casos por varios hombres, sufridos al interior de estas organizaciones. La mayoría de ellas mujeres muy jóvenes que llegan a estos procesos con mucha ilusión y entusiasmo, confiadas en que la vida de todas las personas está en las manos de las demás, por lo tanto, no esperan ser abusadas mientras están inconscientes debido a unos tragos compartidos y menos que esa inconsciencia sea producida a propósito por algún compañero. Las jóvenes ven a sus pares masculinos como sus compañeros de lucha, mientras ellos las ven como objetos para la satisfacción de sus deseos. Los hombres de izquierda siguen anclados a la cultura patriarcal cristiana que expropió a las mujeres de su cuerpo. El cuerpo de las mujeres está para ser tomado, accedido, abusado, violado, no se necesita su consentimiento pues es un derecho masculino. Todos pueden decidir sobre el cuerpo de las mujeres: el Estado, la iglesia, el padre, el marido, el partido, el movimiento, el compañero de lucha; menos ellas mismas.
A una mujer que se la viola en una organización se le está diciendo que no tiene derecho a estar ahí, que ese no es su lugar, o que está ahí al servicio del deseo masculino, se la disciplina y cosifica, especialmente si se declara feminista. La violación, el abuso sexual, las distintas formas de violencia contra las mujeres, las obligan a abandonar estos procesos organizativos, negándoles la posibilidad de aportar todo su potencial a estas luchas, retrasando la posibilidad de la transformación. Configurándose un feminicidio político.
La violencia contra las mujeres es reaccionaria. Si del Estado no se puede esperar justicia para las mujeres, tampoco de parte de quienes solo luchan para reemplazarlo o simplemente para hacerse un lugar en él. Las mujeres no nos conformamos con la transformación de una pequeña parte de lo social, lo queremos cambiar TODO. La lucha debe ser feminista antirracista, que vaya a las raíces de todas las opresiones, no como pañoleta de moda para conseguir votos; sin folclorización de lo indio y lo negro; reconociendo y valorando la diversidades sexuales y disidencias de género; sin condescendencias para posar desde lo políticamente correcto.
El «prohibido olvidar» que se pregona para los crímenes de Estado no es para las mujeres violadas, a nosotras se nos dice: «olvide ya», «ya eso pasó», «deje eso atrás», “supérelo”, como dijo un compañero en alguna jornada de reflexión en búsqueda de construcción de alternativas: «qué bueno que a las mujeres los paramilitares no las matan, solo las violan», mal menor. No sabe el «compañero» que hay muchas formas de matar. Estos modos de violencias son tolerados y en esta medida se legitiman, no son percibidos como parte del sistema de opresiones a las que nos enfrentamos solo por el hecho de ser mujeres y que contribuyen a la reproducción del sistema mundo capitalista patriarcal.
La cultura de la violación inaugurada por los invasores no se pone en cuestión. Queremos darle de comer al pobre, pero violar a la pobre y ¡a la que se atraviese!, y como a la usanza de La Colonia, los hombres de las organizaciones o colectivos de izquierda o progresistas ejercen sobre las mujeres su “derecho de pernada”1,ya sea como un ritual de iniciación en la vida política o para garantizar su permanencia dentro de la organización, lo cual evidencia la reproducción de las estructuras de dominación patriarcal.
Con este modus operandi se pone de manifiesto que, tanto en su discurso como en la práctica, el género y el sexo no entran como categorías de opresión dentro de sus banderas de lucha y, como consecuencia, definen en una especie de selección, quienes son sus pares políticos, por supuesto sus cogéneres hombres, ya que sus compañeras, obviamente, no son consideradas sujetas políticas en igualdad de condiciones, por el contrario, están subordinadas y, por tanto, una violación no traerá sanciones morales para el victimario ni éticas-políticas para la organización, pues se considera un asunto del ámbito personal, que no configura un delito denunciable. En los casos en los que la víctima se atreve a denunciar, la poca efectividad de la Fiscalía General de la Nación es inadmisible, lo cual facilita la perpetuación de la impunidad, uno de los mayores problemas del sistema de justicia colombiana, prueba de ello es, entre 2014 y 2018, el número de hombres sindicados por acceso carnal violento fue de 1.560 y de ellos sólo 969 fueron condenados, el 62%.
La violación sexual es una forma brutal de acceder a nuestro cuerpo-territorio, es un crimen. Ahora bien, vinculando esta práctica depredadora con las organizaciones mixtas de los pueblos negros e indígenas en Colombia, sus acciones reivindicativas han sido la garantía de los derechos étnico-territoriales y colectivos, ya sea desde el reconocimiento o la reparación; pero en ese trasegar y con la práctica patriarcal de violación, los derechos de las mujeres racializadas como negras o indígenas han quedado invisibilizados, y si no se quiere hablar de derechos porque nos enmarcamos en el sistema político liberal, hablemos de que las violaciones aniquilan la posibilidad del vivir de las mujeres ¿en dónde queda la narrativa de qué somos cuerpo-territorio? Aquello que se interpela a los grupos armados: “las mujeres somos botín guerra”, también habrá que cuestionarlo al interior de los movimientos, dado que, para mantener el pacto de masculinidad y las jerarquías sexo-genéricas en las organizaciones hay que demostrar quien ejerce el poder: los hombres; y quien está en condición de subordinación: las mujeres. Como norma se establece el pacto casa adentro, no se denuncia y no se confronta a los violadores, porque no se puede alterar el orden patriarcal, hay que acuerpar al victimario y expulsar a la víctima, si se denuncia se atenta contra la vida organizativa. Y, ¿de la vida de las mujeres quién se preocupa? Con el agravante de que las mujeres que han adquirido liderazgo en estas organizaciones, no se atreven a cuestionar a los agresores pues son quienes las han impulsado a ser lideresas. Ponerse en contra de ellos significa poner en peligro el estatus logrado, así se hacen partícipes del pacto patriarcal.
Es un derecho masculino incuestionable acceder a las mujeres que les mueven su deseo, ¿por qué? Porque son hombres y los hombres no pueden controlar sus pasiones y necesitan desahogarse sexualmente, como argumentó un juez argentino en el año 2020 en una audiencia frente a una acusación por el delito de violación, ¡que benevolente y complaciente ha sido el sistema de justicia con los hombres! Por ello, como mujeres no nos asombramos al escuchar de algunos compañeros que la violación es un mal menor. ¿Y los movimientos de izquierda?, y ¿el movimiento social?, todos andan en campaña. ¿Es la democracia el sistema más justo para los pueblos, para las mujeres? Pretenden que accediendo a las instituciones del Estado cambiará el statuo quo. ¿Cambiará?, seguramente no para las mujeres. La eliminación de las violencias contra las mujeres siguen siendo actos conmemorativos de ciertas fechas o discursos dirigidos a conseguir votos y recursos. Pero en la realidad concreta las violencias siguen impunes, los victimarios continúan participando activamente al interior de sus organizaciones y las mujeres condenadas al exilio, revictimizadas hasta por otras mujeres, que temen ver afectados sus lugares de liderazgo si se pronuncian en contra de los líderes agresores.
Organizaciones que se dicen revolucionarias, en realidad lo que pretenden es mejorar los privilegios de los ya privilegiados dentro del sistema patriarcal: los hombres. Lo que pretenden estas organizaciones es que todos los hombres tengan los privilegios de los hombres blancos de clase alta, propietarios, que tienen acceso y control sobre todas las mujeres, en una especie de neocriollismo al que no le interesa realmente realizar transformaciones radicales de la sociedad. Dentro de estas organizaciones las mujeres siguen siendo vistas como objetos a ser poseídos, usados, manipulados, al servicio del deseo masculino.
En este sistema patriarcal colonial, todo lo que represente lo femenino o feminizado tiene que poseerse, aniquilarse, espoliarse, hablamos entonces, de las mujeres, de las niñas, de los cuerpos feminizados, de las identidades no binarias, de la tierra; es así como las violaciones sexuales tienen nexo con el capitalismo, pero hay tanta miopía en los movimientos sociales que califican esta reflexión como un atentando a los mismos, ponerse los lentes para analizar y realizar acciones para frenar este flagelo es percibido como algo riesgoso, y a quienes denuncian como traidoras. A medida que avanzan las agendas globales de los objetivos de desarrollo sostenible, las COP para luchar contra el cambio climático, la lucha por la desertificación y la sequía, las reformas (tributaria, a la salud, agraria), que hacen parte de las agendas de los más progres en época de pre-elecciones; así mismo avanzan las cifras de violencias contra las mujeres en las casas, en las calles, en las oficinas, en el resguardo, en el consejo comunitario y en las organizaciones en donde militan. En Colombia no hay lugar seguro para nosotras, hablar de justicia no dejará de ser una entelequia, será meramente instrumental, mientras no se socaven los cimientos sobre los que está construido este orden patriarcal feminicida.
¡¡¡Porque ser mujer no sea un mortal peligro!!!
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1 Derecho de pernada, práctica histórica de abuso y servidumbre sexual ejercida durante siglos por “amos”, encomenderos, terratenientes, sacerdotes, hacendados, mayordomos, jefes políticos y empleadores contra mujeres en condición de subordinación, dependencia y obediencia, tales como mujeres negras, indígenas, campesinas, trabajadoras domésticas, inquilinas, entre otras.
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1 Derecho de pernada, práctica histórica de abuso y servidumbre sexual ejercida durante siglos por “amos”, encomenderos, terratenientes, sacerdotes, hacendados, mayordomos, jefes políticos y empleadores contra mujeres en condición de subordinación, dependencia y obediencia, tales como mujeres negras, indígenas, campesinas, trabajadoras domésticas, inquilinas, entre otras.
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