La pandemia hizo estallar el infierno que encierran las prisiones en Ecuador. La ostentación alegórica de cuerpos destazados, órganos y sangre derramada coronó el poder de matar de las mafias, que el pasado mes de febrero eliminaron de una forma siniestra y ante los ojos de un país atónito a 81 varones en las principales cárceles de Ecuador. Rituales de terror y competencia masculina marcaron la capacidad de gobernar y controlar el territorio por parte de narco-empresarios a costa del sacrificio de hombres absolutamente depauperados, sirviéndose y mofándose de la inoperancia estatal.
Perplejas, doloridas, asustadas, nosotras, compañeras presas, mujeres excarceladas, amigas y familiares de personas en prisión buscamos comprender. Y lo hacemos desde nuestro punto de vista: el de las personas penalizadas por estar vinculadas con gente presa sin haber sido sentenciadas y el de mujeres presas en pabellones femeninos organizados por lógicas diversas a las que hicieron posibles las masacres. La nuestra es una perspectiva feminista, atenta a la existencia de las mujeres y disidentes de género como sujetos singulares, pero también a los grupos familiares, barriales y comunitarios producidos y reproducidos por el trabajo feminizado de construcción de tejidos sociales. Y nuestra perspectiva es histórica, porque el estado penal ha atenazado nuestras vidas a lo largo de generaciones.
El instituto de investigaciones Kaleidos de Ecuador (2021)[1] registra un incremento exponencial de muertes violentas en las prisiones, posterior a los traslados masivos de población penitenciaria a las modernas ciudades penales construidas por el gobierno progresista de la Revolución Ciudadana. El Plan Nacional de Desarrollo de ese entonces, proyectó superar el hacinamiento e igualar las condiciones de vida de los presos modernizando el sistema carcelario tras años de abandono estatal. Sin embargo, como no podía ser de otro modo, el nuevo sistema de gestión se materializó como voluntad de vigilancia totalizadora, aislamiento y enajenación en monumentales prisiones de alta seguridad. Tales ciudades penitenciarias eran una novedad en nuestro país, tachonado de permeables edificios antiguos destinados al confinamiento penitenciario, casi todos situados en las ciudades, y abandonados a la cogestión de la pena entre funcionarios pobremente remunerados, personas presas, quienes tejían sus redes de sostenimiento social y negociantes de la economía popular callejera.[2]
En las nuevas y herméticas prisiones situadas muy lejos de los centros poblados, agua, alimentación, salud, lápiz, papel, se volvieron escasos. La distancia y las medidas de seguridad expulsaron a las organizaciones de la sociedad civil, universidades, comerciantes, instituciones benéficas, familiares y amigxs que antes concurrían a las desordenadas cárceles con fluidez y frecuencia. Pronto, las flamantes ciudades penitenciarias se repletaron, las necesidades básicas se volvieron lujos que los más avezados y mejor contactados usaron para extorsionar a los más frágiles, controlando la circulación de bienes y condiciones de vida.
Madres, esposas, hijas, hermanas, amantes, amigas, visitantes acosadas por los funcionarios debieron viajar largos trayectos para tratar de dar continuidad a los vínculos y a través de estos a la humanidad de la gente presa. La distancia era un tajo que abría y profundizaba la herida en el tejido afectivo, el hermetismo era un muro que expulsaba la ética del cuidado a duras penas sostenida por las familiares. “El martirio no rehabilita”, proclamábamos las familiares y amigas de personas presas, mientras advertíamos que las reformas al Sistema de Justicia y al Código Integral Penal (2014) sólo aseguraban sentencias condenatorias más largas en sitios más deshumanizados.
La definición de justicia como castigo, paradójicamente esgrimida por el gobierno progresista, consolidó un nuevo régimen que pretendió ser de disciplinamiento de la holgazanería. En un gesto de populismo punitivo, el presidente Rafael Correa se jactó de su mano dura. Manifestó entonces que “los privados de libertad deben comprender que no están de vacaciones”. De este modo, el Estado consolidó un ecosistema de tortura cotidiana, ambiente clausurado y deshumanizado en el que cualquier cosa podía ocurrir. Dos años después de la inauguración de las nuevas prisiones, en 2016, un video que circuló por redes sociales conmocionó al país. En él se mostraba cómo un conjunto de guías penitenciarios violentaba a cientos de presos en el Centro Regional del Turi. La denuncia quedó impune pues los funcionarios estaban encapuchados y no se les podía ver el rostro.[3] Este y otros muchos hechos consagraban la excepcionalidad del sistema carcelario, parte inseparable, tolerada y hasta estimulada por la extensión de la narcoeconomía.
Durante el gobierno neoliberal de Moreno, el confinamiento pandémico, el recorte presupuestario, la crisis de hambre, enfermedad y desesperación, además de años de complicidad masculina entre funcionarios e infractores avezados, detonaron la guerra latente. Declaraciones oficiales amarillistas echaron la culpa de la masacre a la infiltración de cárteles colombianos y mexicanos. Lo que no se dice, es que el terreno estaba abonado para la masacre, y que el proyecto modernizador de encierro y la economía transnacional del narco crearon en cooperación las condiciones para lo ocurrido. Paradójicamente, la “centralidad estatal” impulsada por el gobierno progresista de la Revolución Ciudadana, que arrasó con el denostado pero curiosamente más humano sistema anterior, había extremado la violencia.
Las familiares claman por los nombres de sus muertos. Sus hijos, sacrificados a la violencia paralegal enloquecida, desmembrados durante la guerra. Estos hombres, carne de cañón de una economía patriarcal y racista, la mayoría de ellos condenados por delitos de pobreza, fueron devorados por el infierno carcelario. La masacre es entre varones, pero las agredidas también somos las poblaciones de las que fueron desgarrados, y las mujeres que asumimos el trabajo de recoser el tejido social dañado.
Tras el robo millonario de insumos médicos por parte de funcionarios del Estado en distintos centros médicos, una práctica normalizada en un país donde el sistema sanitario además de estar condenado a la extinción hace parte del negocio con la vida, los culpables detenidos quedaron recluidos en sus domicilios o fueron llevados a las cárceles de mujeres. Una vez más, lo que revela esta matanza es que en Ecuador, como en muchos otros lugares de América Latina, la vida de las personas absolutamente depauperadas se ha convertido en desechable y que esta es una guerra contra las mujeres que asumimos el sostenimiento de la vida.
[1] https://www.kaleidos.ec/ethnodata/
[2] https://mujeresdefrente.org/wp-content/uploads/2020/11/incivil-y-criminal-A-Aguirre_compressed-1.pdf
[3] https://www.planv.com.ec/historias/sociedad/tratos-degradantes-la-carcel-turi